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Con el signo del Ávila
Para el célebre escritor Santiago Key Ayala (1874-1959), Caracas se resume en el cerro Ávila
Para el escritor y diplomático, Santiago Key Ayala, Caracas es el Ávila. Monte y valle están tan unidos al sentido espiritual de la ciudad, que hasta tanto el forastero no “entiende” los secretos de la policromía avileña, permanece como extraño al discurso ciudadano. El Ávila tiene sus cantores y sus pintores “Poseo tres devociones nacidas en mi niñez y a las cuales he sido fiel por el resto de mi vida. Son el océano, la prensa de imprimir y El Ávila: el Ávila visto desde el valle de Caracas; sentido, admirado desde Caracas. Son devociones sustraídas a la denudación del tiempo y a la oxidación del desencanto. Son a la vez tres espectáculos para mí siempre nuevos.
¡Los meses que he vivido en las imprentas y las horas que he pasado contemplando el ir y venir creador de la máquina sabia, multiplicadora del pensamiento! ¡Las horas que he vivido contemplando el ir y venir transformador del bello monstruo azul, creador y destructor, civilizador y unificador de pueblos! ¡Las horas que he vivido soñando bajo la mirada alentadora y crítica del monte cambiante cuya inspiración fue creadora y unificadora de hombres, pueblos y naciones!
No es cierto que la familiaridad desgaste el prestigio de los grandes seres. A la presencia del océano, de la prensa de imprimir y del Ávila, llego cada vez con el ansia y la certeza de rehallar la primera impresión, tan nueva y tan fresca como en la curiosa adolescencia.
Al correr del tiempo, el autor de este libro se ha vuelto en momentos que él estima, felices y de honra, hacia figuras de venezolanos que amaron la patria, y, muertos, forman su corona de gloria. Momentos aislados, de justicia y afecto. En cada artículo de los que integran el presente libro, se celebra una de tales figuras.
Son loanzas, porque el autor las tenía ya juzgadas y las había encontrado dignas de loa. Y no son hueras, porque también el autor ha querido destacar la razón de las loanzas. Ahora, al juntar páginas concebidas en tiempos diversos, ha sido preciso indagar la unidad que permitiese coser espiritualmente tales páginas en un libro. Ya la unidad estaba, por lo menos en potencia, vinculada con sentimientos hondos, puros, libres de oportunismo. Porque estas loanzas son críticas; no son ditirambos. Y, además, porque pueden juzgarse por cierto aspecto, póstumas: han sido escritas muertos los loados, calidad que las distingue de ciertas loanzas. . .
Cada uno de los hombres aquí celebrados, es en el género escogido para escenario de su talento y de su voluntad, un vértice, una cumbre en Venezuela. Mas sucedió que, sin propósito preconcebido estas loas poseían entre sí una vinculación más poderosa por inmediata, por íntima. Ellos, los loados, recibieron el talento ágil que los hizo artistas, delicados, amplios y fuertes, de un mismo padre. Fueron todos hijos del Ávila, y del Ávila monumento de arte y fortaleza, recibieron el secreto de ser artistas y fuertes.
El Monte reclamó sus derechos de paternidad. Presente estaba y está en cada uno de ellos. Cada uno lleva en la frente el signo del Ávila. Por mandato del Ávila son gloria de Venezuela entera.
Al frente del volumen debía ir, pues, el elogio del Monte, como la loanza matriz que explicaría y comprendería a las demás. El Ávila es el Padre fecundísimo, variable, firme, heroico, que traduce en aspectos inagotables su espíritu creador, como un Júpiter proteico enamorado de la belleza y el heroísmo. Sus mayores hijos son glorias de Venezuela entera, porque vivieron para ella con el signo del Ávila.
Y como todos amaron y rindieron pleitesía al Monte insigne, ha de resultar grato el ser presidido en el elogio por el elogio del Ávila.
Nacidos del Ávila a él vuelven. Bajo el signo del Ávila nacieron y con tal signo triunfaron. Sea el signo del Ávila todavía por siglos, nuestro signo. Duermen aún cabe el corazón del monte egregio, energías vírgenes insospechadas. Él es el grande. Y aún puede ser, y lo será, maestro y conductor de muchas generaciones.
El Ávila es monumento de arte y fortaleza
Paisaje de introducción
No quiero perder ni un solo aspecto de la belleza del Ávila. Hoy está vestido con una luz lila. Ya el Ávila entero es como una enorme amatista. ̶ Manuel Díaz Rodríguez.
Despierto, y a través de los vidrios de mi ventana, contemplo el Ávila. Escribo y desde mi mesa de trabajo, al levantar la mirada, veo el Ávila. He trepado sobre su dorso. Lo he visto del mar, disminuirse, borrarse, tragado por el horizonte; aparecer, crecer, salirme al paso, cerrar el horizonte, preguntando con majestad imponente: ¿Qué queréis? Lo he visto desde Tócome, alto, alto y tan claro, tan de relieve que parece dispuesto a saltar sobre nosotros. Suelo verlo en escorzo, más allá de Petare, unificadas por la perspectiva las dos cumbres de la Silla, extraño, incognoscible. Cincuenta años hace que el espectáculo de la montaña artista me es familiar y consuetudinario.
Y todavía no te conozco bien. ¡oh, taumaturgo que posees la milagrosa virtud de guardar siempre un secreto, y reservar una sorpresa!
¿Cómo pintar su belleza cambiante? De una mañana a otra mañana, de una tarde a otra tarde, de una hora del día a la misma hora de otro día, su inagotable talento halla un aspecto nuevo. Hay artistas, hay bellezas siempre iguales a sí mismos. Cuando la administración y la crítica han trajinado por ellos, pueden echarse a descansar. Pero el Ávila no descansa. Asombra su belleza, pero asombra todavía más la versatilidad de su belleza. Como un monarca fastuoso que a cada momento cambiase de traje sin dejar de ser rey, el Ávila cambia a cada momento de belleza sin dejar de ser él: el Ávila, el monte único. Cambia, según las horas, según las estaciones: acaso quizás según los ciclos astronómicos.
Ávila, eres un prejuicio
No; no es un prejuicio. Es una realidad. Tiene existencia dentro de nosotros, pero también la tiene fuera de nosotros. Conquista a los extraños, viajeros, sabios, artistas. Un profesor norteamericano, antes viajero espiritual por nuestra historia y nuestras letras, paseando por los aledaños de Caracas una mañana de enero, me dijo: ¿Cómo no han de ser ustedes los venezolanos poetas y artistas con ese cielo y ese monte? Y un diplomático inglés cuya ventana daba de frente al Ávila, me confesaba: ̶ Vale la pena vivir en Caracas, sólo por tener a la vista ese espectáculo único. Otro profesor profesor de historia de América, visitante de Caracas, nos pedía como un gran obsequio lo acompañáseños a contemplar desde el Calvario las mutaciones del Ávila en el desmayo de la tarde. Un aviador extranjero, de los primeros en volar sobre el paisaje caraqueño, declaraba después no haber contemplado colores más ricos y más luminosos y haber sentido una verdadera embriaguez de luz y de matices.
Y yo guardo entre los más preciados recuerdos juveniles, el de la ascensión a uno de los picos al oriente del Ávila. ¿Es que el verde y el azul pueden juntos o separados brindar al ojo humano tal asombrosa cantidad de combinaciones? ¿Es que el verde puede, por una gradación casi infinita, fundirse con todos los colores del espectro? Yo lo vi aquel día y nunca más dudaré del milagro, verdes blancos, verdes rojos, verdes negros, verdes de todos los colores. Chevreul se hubiera quedado absorto ante las consecuencias reales de su teoría, como un gramático ante el verbo despeñado de un Martí.
Sólo en otra parte del mundo he gozado de una embriaguez semejante: oyendo con los ojos la estupenda sinfonía azul del lago de Lucerna. Y cuando la noche en el pico del Ávila y asimismo en el lago de los cuatro Cantones, borró con pinceladas brutales el cuadro maravilloso, resolvió en mi espíritu un grave problema. Puso fin a la indecisión de romper yo mismo el encanto de la suprema belleza.
Acaso ahora me revelarías el secreto que nunca quisiste confiarme, de cómo cambias el color de tu follaje a cada hora que se te contempla y admira. ̶ Nicanor Bolet Pereza
El Ávila está tendido de occidente a oriente, en plena zona tórrida, a diez y medio grados geográficos del Ecuador. El mar caribe azota con olas siempre rabiosas a la base del monte. Playa verdadera, no existe. Se da ese nombre a una tira de piedra peñascosa, tan angosta, que el hombre, después de ensancharla robando espacio al mar, apenas ha podido fabricar allí unas cuantas casas y una tentativa de puerto. El monte se alza violento a unos tres mil metros de altura sobre el mar y sus bases se hunden a otros miles de metros en la profundidad de las aguas. Pasa el Ecuador térmico por la playa misma. Desfilan las constelaciones por el cielo, cotejando al monte, y sólo escapan del desfile las de un reducido círculo de ocultación en el hemisferio austral.
La cara del cerro que se enfrenta al norte es pelada a grandes trechos. La imprevisión del hombre, la exposición a un sol tórrido, la situación de monte en la zona que tiende a ser desértica por su posición geográfica, han expulsado la frescura. Piedras desnudas se hartan de sol y lo devuelven con ferocidad al descenso de la tarde y en la pesadez de la noche. Plantas de los terrenos secos, avanzadas del desierto, los cactus espinosos, señorearon por muchos años la costa desnuda y sólo cedieron el sitio al empuje del poblado.
Paisaje áspero. Rostro severo. Pero, es capaz de sonreír. Sonríe en efecto. Sólo que su sonrisa es la de los grandes caracteres. Los labios apretados en el centro parecen rebeldes a la placidez, en tanto que al uno y al otro lado como a pesar de la voluntad, por una traición o un desmayo de la energía, el esbozo de una sonrisa ilumina vagamente las comisuras. Es la revelación vaga, indecisa de dominio interior. Sonrisa de esfinge, sonrisa equívoca de las que fijó el genio de Leonardo. Maiquetía al occidente con sus cocales; Macuto, al oriente, con sus almendrones y su río, desvelan el secreto de la esfinge. El Ávila se digna sonriente. No comprendemos su sonrisa. ¿Burla o promete? El extraño no se atreve a decidirlo. Hay que preguntarlo a la esfinge, hay que ir a ella, entrar en su corazón. Sólo entonces dirá su secreto. El secreto del Ávila es el valle de Caracas.
Merece el valle loanza aparte. Hijo del Monte, posee sin embargo personalidad propia. Es un hijo que honra al padre, lo ilustra y dilata su fama. Son dos entidades que se completan. No se comprenden el uno sin el otro. El valle es el mayor encanto del Ávila. El Ávila es el mayor encanto del valle. No se confunden ni quieren confundirse. Son dos personalidades distintas en perpetuo coloquio; y un poeta ilustre, doctor en Ávila y en Caracas, como in utroque jure, ha logrado descifrar lo que se dicen.
Para el mar sólo tiene el monte adusteces y el esbozo de una sonrisa ambigua. Para el Valle, para la ciudad nacida de su sangre y de sus huesos, las ternuras y las severidades del creador. Dios bicéfalo y bifronte, siempre está a punto de esquivar una tempestad con un arco iris, y curar con una unción de azul purísimo, las heridas de un terremoto.
A unos mil metros de altura sobre el nivel del mar, a un poco más de diez mil en distancia horizontal, porque la serranía es angosta, la naturaleza, esta vez sabia y madre como pocas, montó en plena zona ardiente el valle extraordinario. Desde su casa de la Trinidad, Humboldt admiraba la disposición providente que había juntado en el espacio de unas cuantas millas las plantas de los más variados climas y reunido como por un mandamiento dictatorial los más extraños cultivos. A un paso, hacia el norte, del bochorno ecuatorial, a un paso hacia el oeste, del frío latino, templado y civilizador, oscilando en el arco de una primavera constante, el valle de Caracas está bien hecho para su destino de cultura y para albergue de ideas generosas y expansivas.
Pero el Ávila nos reclama. Es el señor. La esfinge va a revelarnos por qué cambia el color de sus vestiduras a cada hora que se le contempla y admira. El Ávila está tendido de occidente a oriente, en plena zona tórrida, a diez y medio grados geográficos del Ecuador. Es toda la clave del enigma. El sol, versátil, mas no tanto que traspase los límites de la Zona que “le circunscribe el vago curso”, pasa dos veces cada año por el cenit del valle de Caracas. Dos veces en cada año dispara las flechas de Apolo sobre el monte, dejándolas caer a plomo. Pero durante todo el año, cualquiera que sea la estación, el camino diario del sol se aparta poco de la línea del Ávila. En el rotar de las estaciones, en su marcha de seis meses hacia el norte o hacia el sur, hacia el estío o el invierno, el sol lo baña de luces, desde la mañana, cuando logra rebasar los cerros que cierran el valle por oriente, hasta la tarde cuando lo esconden los cerros de occidente. De una hora a otra, en la constante y doble variación del ángulo de incidencia la luz se complace en cambiar la posición de las sombras, en apagar unos detalles y encender otros, con todos los recursos de la perspectiva.
La complicada y sabia tramoya de la naturaleza tropical funciona a maravilla. El tramoyista posee la sutileza del arte y es dueño de todas las habilidades de la técnica. Aprovecha las variaciones rápidas de un clima que participa de la influencia marina, de la sequedad desértica, que recibe las nieblas de la altura, las brisas húmedas del océano, el soplo frío de los deshielos nórdicos y el cálido aliento de los llanos. Aprovecha la versatilidad de la temperatura que salta muchos grados de la tarde a la noche. Se vale del cielo, no menos versátil, que se arropa de nubes sombrías, o pastorea rebaños de vellones blanquísimos, o se incendia en colores brutales, o funde en gradaciones nobilísimas tintas de lila, y aguas marinas de indecible sutileza. Los pintores exóticos se desesperan ante el monte proteico, ante el cielo que de pronto avienta las nubes y asume transparencia, tal, que Venus comparece en plano día para asombro o alarma de las gentes. Y la luz, enamorada del monte, acerca y confunde los términos, realza los detalles, o se vale de la pantalla de las nubes para atenuar los contrastes demasiado vivos o para atigrar el traje de oro, que también viste el monte. A la caída de la tarde, cuando el sol va a morir, la luz se despide con vívido homenaje. Se detiene en cada árbol y refuerza con trazos resueltos los contornos. Cosas que durante la jornada no advertíamos, ahora se adelantan, emergen del fondo y dicen su palabra de vida como actores que viniesen al proscenio. La visión se hace estereoscópica. Las figuras se recortan sobre el fondo. Asistimos a un “ballet” de siluetas. Las líneas se destacan nítidas, como trazadas por un lápiz tajante o una pluma agudísima. La luz no se cansa. Hasta aprovecha la insensatez bárbara con que la ignorancia quema faldas y sabanas, para dar al prócer nueva idealidad y nueva belleza.
Por la ciudad y para la ciudad amada. Es a manera de amante que exhibe a cada momento una cualidad distinta en un afán inagotable de homenaje y halago. Ya que él no puede rotar, ya que él está firme en su asiento de granito, el sol lo baña de luz bajo todos los ángulos para que pueda exhibir todas las coloraciones y revelar a la ciudad todos sus secretos. Es en la posición geográfica y topográfica donde radica la magnificencia del Ávila. Posición singular que hace de él un monte singular y excepcional.
“Despierto, y a través de los vidrios de mi ventana, contemplo el Ávila. Escribo y desde mi mesa de trabajo, al levantar la mirada, veo el Ávila”
“Padre Ávila”
Lo han llamado “el Padre”. Lo es. Padre del Valle, de la ciudad, de nosotros mismos. De su sustancia se han formado nuestros cuerpos. De su visión, de su ejemplo, mucho de nuestras almas. Yo prefiero llamarlo “el Abuelo”. Es el padre de nuestros padres y el padre de los ascendientes más distantes. Nosotros somos los hijos de la ciudad, que es su hija. Sienta mejor a su vejez fuerte y risueña el nimbo del abolengo que el cetro de la paternidad. Tiene para la ciudad, para nosotros, ternuras y complacencias que no se dan sino en las faldas masculinas del abuelo. El padre no sabe hacerse niño. Está demasiado cerca del hombre. Siguiendo el mismo camino señalado a las funciones matemáticas que pasan por el máximum, el viejo bien construido, el viejo digno de la ancianidad, torna a los valores de la juventud, con la vista del alma más clara y la serenidad de los otoños. Nuestro viejo Ávila, es el Ávila siempre joven.
“Como el Apolo belveder,
tiene los músculos de atleta
en suaves curvas de mujer”
Juan José Churion
Joven y hasta tanto femenino. ¿No lo es también Apolo? Pero cuidaos de ofender al dios. Sabe castigar a los insolentes, confundir a los presuntuosos, desollar a los atrevidos, herir con flechas luminosas. El Ávila tiene la juventud de Apolo. Otros montes parecen amenazar al cielo, no ya con escalarlo, sino también con traspasarlo. Contra él esgrimen picos que son picas y rocas desgarradas cortantes e hirientes que son las lanzas. El Ávila suaviza el ímpetu con que se alabanza a los cielos. Donde otros levantan el ángulo agudo, brusco y categórico, despliega él la curva tolerante, comprensiva y armoniosa. Cual, si temiese rematar en una sola conclusión demasiado intransigente, ofrece al cielo y a la mirada humana una opción. No dice una palabra aislada: dice dos. Verdad es que las dos proposiciones contienen una sola grandeza. Tienen la fuerza doble, concertada al fin único, de las mandíbulas, de las tenazas y de los dilemas.
Un poeta, nacido a la sombra del Ávila, ofrendó al verso eneasílabo una blanca magnolia de antología. La flor del mármol, robusta, aromada, abrió a la falda del Ávila. A él pertenece. Ningún monte-héroe sabe esconder mejor los músculos de plata en suaves curvas de mujer.
Visto de la ciudad. Porque desde otras perspectivas, comparece el gigante y no esconde ni el ceño altivo, ni la frente amenazadora, ni los rasgos enérgicos del Hércules dispuesto a los doce trabajos. Desde Tócome, parece ya listo a caer sobre nosotros. Del mar, de la alta mar, parece un soldado bárbaro que da el ¡quién vive! ¿Es el mismo monte que parece complaciente y hasta voluptuoso del lado del Guaire? No es ya el Sultán enamorado. Es el guerrero. Se ha arrancado a los halagos de la odalisca rendida. Y allí está, fiero para defender la tierra y la ciudad del ataque extraño. Quienes lo ven por primera vez desde el mar lo sienten hostil. Se engañan y no se engañan. El Ávila es Apolo, es Hércules. Sobre todo, es Proteo. . .
“Más alto, querréis decir. . .”
«Perdonad, Sire, soy más grande que vos. . .” ̶ “Más alto, querréis decir»” cuentan que replicó el corso. No es el Ávila de los más altos montes de América. Lo aventajan en estatura más de una docena de gigantes. Tampoco ostenta la diadema deslumbradora de los nevados, ni el penacho encendido de los volcanes.
Pero la grandeza de los montes, como la grandeza de los hombres, no se mide por metros. El elemento humano interviene, en definitiva, y somos los únicos jueces ante nosotros mismos de la naturaleza circundante, la impregnamos de humanidad y fallamos con sentencia antropomórfica. La propia topografía no escapa a nuestro criterio, siempre humano. Nos humillamos ante la majestad de las montañas por ineludible comparación con nuestra pequeñez. El corto vuelo de nuestra vista y de nuestro paso se transforma en admiración por la solemne anchura de los océanos y de las pampas. El ángulo visual nos informa de las alturas y el esfuerzo capaz de escalarlas nos enseña su magnitud y su importancia.
Aventajan la estatura del Ávila más de una docena de gigantes. . . Ellos son más naturales. El, más humano. Cuando una tierra recibe la impregnación de humanidad, comienza su historia y su grandeza. Cuando un monte ha prestado sus faldas o su cima para el nacimiento, el desarrollo o la transfiguración de un pueblo, cuando se ha asociado a una gran vida, cuando se ha consustanciado con la estrella de los destinos humanos, crece, como el hombre mismo en igual caso, y descuella, no por la altitud, sino por la verdadera grandeza. Son los grandes Montes, como son los grandes Hombres. Son el Sinaí, el Tabor, el Gólgotha, el Monte Sacro, el Aventino. . .
El Ávila es uno de esos montes-héroes. Es el Monte-Héroe de la América del Sur. Nacen de él un día hombres de tal fuerza expansiva, con tal espíritu humano, que traspasan las lindes de la provincia, de la localidad, de la patria menuda: se hacen continentales, raciales, universales. Disuelven el egoísmo localista y van al esfuerzo y al sacrificio por el bien, no sólo de los cercanos, sino también de los distantes, no de unos, sino de todos. Son asociadores y unificadores. Son Miranda, el unificador de la idea y de la preparación; Bolívar, el unificador de la acción y del futuro; Bello, el unificador de las relaciones, el verbo y el derecho.
Para la América, para el Mundo, habló un día el Ávila con otro monte-héroe y alzándose por cima de la geografía y el derecho corrientes, hizo del Monte Sacro un Monte de América que no está en América.
El Ávila nació de Júpiter. Nació para luchar. Alumbra su destino la necesidad del combate. Al mismo nacer comenzó a pelear con Neptuno. La lucha tuvo comienzo en el punto mismo en que él se alzó como un hombre. Como un hombre dispuesto a jugar la vida, a no permitirse reposo, a ganar y mantener la victoria. ¿Quién tuvo la culpa? ¿Quién inició la lucha? El mar estaba allí desde muchos milenios, como un reino propio. El Ávila se alzó del fondo del mar, rechazó con una sola grandeza el agua. Y donde había un océano, hubo desde entonces una montaña.
Contra la montaña se volvió el mar iracundo, indignado, invocando derechos consuetudinarios, insultando al monte y clamando contra el invasor. Vieja querella. No habrá quien por el derecho la resuelva. ¿Es el mar quien invadió la tierra y quiere hacer títulos de su invasión? La tierra sostiene que su derecho a la luz no muere, ni prescribe por una ocupación de siglos. La naturaleza impasible, irónica, ha fallado el litigio. ¿Quién ha de tener la razón? El más fuerte. Para ganar en derecho, el mar y el monte usan sus fuerzas.
Ese mar, desalojado, despojado, más bien, no es un mar apacible, corrompido por la molicie de las bahías, que se arrastra servil a los pies del monte conquistador. Es un mar fiero, todavía un poco bárbaro, en trato familiar con los ciclones, los indios batalladores, los conquistadores, los filibusteros. Es el mar de los caribes. ¡Si el Ávila no existiera! ¡Si de pronto flaqueara! Pero, él está ahí y es de granito. La playa casi no existe. El mar y el monte combaten cuerpo a cuerpo. El monte parece inmóvil ante el mar turbulento que no conoce reposo, y bajo el azul de las aguas, se reciben y se vuelven golpes feroces.
Pero, ¿es de esencia hostil nuestro viejo-joven monte? Él sabe dejarse vencer cuando así conviene. Sabe que tiene deberes en apariencia contrarios que cumplir. Debe cerrar el paso y debe saber abrir el paso. Debe gritar con aire fiero el ¿quién vive? Y debe saber decir con voz suave y como hablando al poeta infeliz de la “Vuelta a la Patria”, ¡Bienvenido! El extraño se siente hostilizado por el coloso erguido que le sale al encuentro con cara de pocos amigos. ¿Qué hay detrás de esa mole, detrás de ese rostro áspero, de esos rasgos ríspidos? ¿Es posible pasar más allá? El monte parece impasible. Empero, guarda no sólo un secreto, sino una sonrisa burlona.
Al pie mismo del monte, en la playa estrecha ̶ una tira de playa ̶ está un pueblo comprimido entre dos grandezas. Tiene dura la raza, fuertes los músculos, bien fraguado el corazón. Es hijo a la vez del monte y del océano. El mar lo ha enseñado a ver lejos. El monte, a ver alto. Va sobre el mar y deja muy atrás lo que se ve como horizonte. El hombre, solo, en el cayuco, más estrecho que su playa, se pierde en medio de la noche, sin otra ayuda que la fe en sus brazos y en su fibra, sin más luz que la de las estrellas y la del farol vacilante. De tierra se ve la luz roja que desaparece y reaparece, que se alza y se hunde, como un faro de fe y de esperanza. El hombre, en el día tórrido, entre las nieblas húmedas de las filas, o en la noche más noche de las quiebras, va sobre el monte sin más ayuda que la fe en sus piernas y en su aliento. Pueblo que sabe burlar al tiburón, cargar el peso monstruoso, alumbrar justos y sabios, dar hospitalidad, mantenerse firme en sus amores y en sus gratitudes, como el monte; encresparse libre y fiero, como el mar de los caribes.
¿Qué hay detrás de la mole áspera? ¿Qué se esconde tras el aspecto desolado y la faz hosca y altanera de pobre orgulloso? El monte, vuelta la cara del lado contrario del mar, sonso. El monte, vuelta la cara del lado contrario del mar, sonríe. Hay un valle risueño y fresco. Hay un alma fuerte y eglógica. Hay un cielo con todos los azules, un campo con todos los verdes, un jardín con todas las flores. Hay un pueblo de energía extremeña, estoicismo caribe, gracia andaluza, voluptuosidad mora y flexibilidad gala. Están la cuna y el sepulcro de Bolívar, el alfa y el omega del Libertador.
Si el extraño reflexiona un momento no puede seguir creyendo en la hostilidad del monte. Ve cómo el gigante, deponiendo todo orgullo, deja trepar por sus flancos los casuchos humildes. En la noche, sobre la mole oscura y hosca, ve transformarse la escena. Asiste a un espectáculo de candor y de fe. El monte se ofrece voluntario para un ingenuo pesebre de Navidad. El viajero recuerda el misterio de Belén. Hay algo más de un decorado. El Ávila es ducho en asuntos de redención.
El hombre ha surcado de innúmeros caminos la mole del Ávila. Los hay primitivos, espontáneos. Los hay cultos, refinados. El baqueano conoce los primeros. Se los sabe de memoria. El guerrillero, hijo de Caracas o de La Guaira, los recorre intrépido, en la noche, para caer sobre la fuerza enemiga en el tremendo despertar de la madrugada. La carretera y el ferrocarril se ciñen cuando pueden, a los flancos del coloso que se deja adular para que suban. El turista ve cómo se va desvaneciendo el mar, cómo se va acercando el cielo; sondea con admiración los ásperos precipicios que parecen llamarlo. Siente ya las frescuras de la cima. Todavía el monte parece verlo de reojo. Al fin, en las últimas vueltas del camino, se recoge el monte al manto cesáreo, y ante los ojos sorprendidos despliega el suntuoso tapiz del Valle de Caracas.
Por todos los caminos se llega al secreto del Monte. Cuando se ha llegado al fin, cuando se ha conquistado su confianza, se recibe en premio un paisaje amplio, la hospitalidad de un corazón a toda luz abierto.
Quizás demasiado abierto porque el Ávila es fiel a su origen. En los dramas geológicos, él, viejo, toma el puesto y la categoría de nuevo. Lo antiguo es el mar que él rechaza y contiene. Así, confiesa debilidades por lo nuevo. Contiene al mar con una mano, y con la otra le da un apretón clandestino de simpatía. En el hecho se sirve de él para dar entrada a lo nuevo. Combate al filibustero, rechaza la escuadra enemiga, pero deja entrar el contrabando de mercancías y el contrabando de las ideas. Cuando llegue la hora, él, que no deja escapar el fuego de su seno, aventará las ideas y su erupción libertadora alcanzará hasta muy lejos en el mar y el continente.
Estirpe avileña
Nació el Valle del Monte. Nació la ciudad, del Valle. No fue el ciego Azar quien unió con vínculos eternos las tres entidades. Las juntó la voz poderosa de la herencia, el hilo sutil del linaje.
Cuando el Monte se irguió para rechazar al Océano; cuando se plantó altanero y retador para librar de las aguas saladas de la tierra que iba a consagrar para la historia, quedó a sus espaldas una quiebra profunda. El Monte se dedicó a borrarla. Día a día, hora a hora, minuto a minuto; en ocasiones con larga pausa y silenciosa paciencia; en momentos de tempestad, con prisa al parecer devastadora y en realidad creadora, el Ávila se desprende de sus vestiduras de follaje, de su propia carne, de su sangre, de sus huesos, para darlos con desinterés del padre al hijo amantísimo, joven, hermoso y fuerte, que es el Valle de Caracas. El granito de sus entrañas vuélvese tierra fértil, que es luego dulzura en los cañamelares y en las frutas; aliadas de la inteligencia en la semilla de los cafetos; color y matices delicadísimos en las rosas de todo el año; aroma embrujador en las reinas de noche, lirios, nardos y magnolias.
Cuando los conquistadores españoles descubrieron el Valle, por intuición certera adivinaron su sentido oculto. Los caribes que lo señoreaban, parecían también haberlo adivinado. La lucha por el dominio del valle fue larga, porfiada, cruenta. El monte se complacía en la pugna, porque él es héroe y advertía bien el heroísmo de las dos razas combatientes, Mas, también preveía el futuro remoto. Para algo mayor había él desgarrado sus entrañas y formado el Valle. Quizás, también, con algo de ironía avileña, pensaba que allí mismo se estaba labrando la cuna donde nacerían los hijos de los triunfadores, para romper la cadena que ahora se estaba forjando. . .
Los recién llegados comprendieron bien las dos fisonomías y las dos caras. Del lado del mar levantaron fortalezas, castilletes, atalayas. Y como las defensas pudieran ser eludidas, más bien que vencidas, abrieron un camino estratégico entre el mar y el valle; lo sembraron de reductos, y asimismo fortificaron las alturas que dominarían la futura ciudad. Porque apenas habían asentado con alguna firmeza la planta en el Valle, los conquistadores comenzaron a explotar las riquezas del clima y a levantar una ciudad, destinada a ser famosa.
Hija del heroísmo castellano, testigo interesado en la contienda heroica, a través de circunstancias eventuales, su destino quedó manifiesto en su bautizo. Quedó bajo la protección del Apóstol guerrero, el león señoril, fiero y noble, la tribu caribe, inteligente y activa, también noble y fiera, de los caracas.
El Monte había dicho y mantenido su palabra de grandeza. Al hijo, el Valle, tocaba decir nuevas palabras. Si el monte daba su majestad altiva y su condición de capitán, el Valle sin renegar la herencia de heroísmo, tomaría del Padre para legarla a los nietos, la donairosa versatilidad que no excluye la firmeza ni la constancia. El padre se complace en la espiritualidad de sus hijas, que reflejan la belleza variada del Valle; se complace en la travesura de su ingenio. Y abuelo tierno, encantado de su prole, se hace Maestro y les da a todas horas la perpetua lección de la fuerza, la gracia y la belleza.
Los hijos del Ávila han demostrado a través de tres siglos de historia la persistencia de las cualidades heredadas del Monte y el Valle. Son tan complejas que desconciertan a los observadores menos superficiales. Para comprenderlos bien, precisa comprender bien al Monte. Por no detenerse lo bastante para comprender al Padre-Abuelo, algunos viajeros han errado al tratar de comprender a los nietos. Alguno, encantado de las apariencias suaves y hasta muelles, no los creyó capaces de aventurarse en difíciles empresas, menos de exponer por ellas sus bienes materiales. Y los hijos-nietos del Ávila, llegado el momento echaron al fuego de la revolución sus pergaminos, sus preeminencias, sus ceremonias cortesanas, la tranquilidad de sus siestas, la sangre propia y la de sus familias; sembraron con sus huesos, antes formados del genio del Monte, los caminos del continente y de la historia; y se estuvieron en tales empresas catorce años de su vida.
Mas, recordemos que la descendencia del Ávila no es solo eso. Es algo más todavía. Se rehace Ilíadas y Odiseas, también sabe rehacer Eneidas y Geórgicas. Sin recuerda a Homero no olvida a Virgilio. Anda del brazo con Horacio, visita diariamente a Juvenal y departe de tarde con Suetonio.
La complejidad parece ser el mayor signo de los hijos del Ávila. Si comprendéis al monte, comprenderéis al signo. Tal dualidad no es privativa de los nacidos del lado de tierra. La poseen a título de claros caracteres los nacidos del lado del mar. Encerrada en su tira de playa entre dos grandezas, La Guaira cumple ahora como cumplió antes, su misión de hermana abnegada de Caracas. Fue salvaguardia y dejó estampadas en historia que no es solo suya, páginas gloriosas. Cumplió y cumple la consigna del monte. Fuego y metralla al enemigo. Brazos y pecho cordiales al amigo. Fortaleza hosca y hostil, luego, puerto y puerta por donde Caracas habla y comercia en cosas e ideas con el mundo, La Guaira sabe de trabajar con ánimo, y sabe, como el mar que sacude a su costa, alzarse en olas tumultuosas cuando la tempestad sacude los corazones de sus hijos. Sabe también hacer nacer en la tierra áspera de flores de la vida espiritual. Si ella da a Venezuela, de su sangre, los primeros mártires de la Revolución en marcha, da a la República en dos nombres la prueba de nuestra capacidad civilizadora. Vargas y Soublette, hermanados con imperiosa justicia, guerrero el uno, sabio el otro, entre ambos magistrados puros, convergen para constituir un solo blasón, un emblema de honra y de cultura.
¡Cuán maravillosa línea de simetría la de esa fila maestra que no comparte glorias hermanas entre Caracas y La Guaira! Si las aguas del norte llevan directamente al mar los mensajes del Monte, las del Sur recorren el Valle de Caracas, salvan sus lindes y van a confundirse con sus hermanas en nuestro mar, el mar de los Caribes. Símbolo de tal simetría, de tan honda hermandad, dos hombres ejemplares, de aptitudes universalistas, coronan de luz orientadora como dos faros gemelos nuestra Silla del Ávila: José Vargas, Andrés Bello”.
FUENTES CONSULTADAS
- Santiago Key Ayala. En: Crónica de Caracas. Caracas, Año 1, Núm. 1, enero de 1951