Una cita con Gil Fortoul

30 May 2023 | Crónicas de la Ciudad

Yo siento que mi corazón y mi espíritu están con los que padecen” 

“Las repúblicas americanas no han encontrado todavía la forma legal de las revoluciones”

Por Ana Mercedes Pérez*

El larense José Gil Fortoul (1861-1943) fue un destacado historiador, diplomático, escritor y abogado. Entre sus obras se encuentra la voluminosa Historia Constitucional de Venezuela

El larense José Gil Fortoul (1861-1943) fue un destacado historiador, diplomático, escritor y abogado. Entre sus obras se encuentra la voluminosa Historia Constitucional de Venezuela

     “El doctor José Gil Fortoul, jurista y escritor, nació en Barquisimeto el 29 de noviembre de 1861 y falleció en Caracas el 15 de junio de 1943, en su residencia de La Florida, la quinta “Chicuramay”. Estudió Derecho en la ilustre Universidad Central y en 1885 recibió el título de Doctor en Ciencias Políticas. Fue Diplomático en Europa por largos años, pero sin dejar nunca de interesarse por las cosas de su tierra.

     Fue así como escribió la “Historia Constitucional de Venezuela” que ninguna otra obra reciente o antigua ha reemplazado en su maravillosa interpretación y exactos datos. Además, fue novelista en “Julián” o “Idilia”; poeta en la “Infancia de mi Musa”; ensayista en “Recuerdos de Paris”, “Sinfonía inacabada”, “Páginas de ayer”, “El humo de mi pipa”; periodista y sociólogo en “Filosofía constitucional”, “Filosofía Penal” y “Discursos y palabras”.

     Entre los cargos que desempeñó pueden citarse especialmente secretario de Venezuela en Francia, Encargado de Negocios en Suiza, Encargado de Negocios en Alemania, ministro de Instrucción Pública, presidente de la Cámara del Senado, presidente del Consejo de Gobierno y Encargado de la Presidencia de los Estados Unidos de Venezuela, Enviado Extraordinario y ministro Plenipotenciario en México.

     Fue Individuo de Número de las Academias Venezolanas de la Historia y de Ciencias Políticas y Sociales. Miembro fundador del Instituto Internacional de Sociología de Francia y director de “El Nuevo Diario”.

     Venezuela celebró el 29 de noviembre de 1961, el centenario del nacimiento de uno de sus hombres más ilustres en el Parlamento, en la Diplomacia y en las Letras. Los estudiantes de la Universidad Central vienen de rendirle un homenaje recogiendo en un folleto las críticas suscitadas en torno su “Historia Constitucional”, bajo el título “el concepto de la historia en José Gil Fortoul”. 

     A los veinte años de haber abandonado este globo terrestre donde vivió, gozó, triunfó y amó con la majestuosidad de un dios pagano, casi por espacio de un siglo, Enrique Aracil, o lo que es lo mismo, José Gil Fortoul, un nombre muy conocido en nuestras letras, en nuestra diplomacia y en nuestra historia, vino a dialogar conmigo, como solía hacerlo en plena madurez de su sabiduría, allá por los años 1936 al 40.

     Íbamos entonces a su Quinta Chicuramay, en La Florida, a libar el buen scotch de sus bodegas permanentes para sus amigos. Flor, su hija, era la anfitriona cordial y Aracil, el caballero del ojal florido, de la frase oportuna, del invariable monóculo como otra pupila asomada a su filosofía: “la probabilidad de morir no me inspira temor ni espanto”. Ahora venía envuelto en esa niebla infinita con que se revisten los ausentes, niebla del mismo humo de su pipa, material o deshumanizada, que subía arropándolo como una nube. Su mirada escéptica de libre pensador, poeta, historiador o político, era un poco más irónica. Como si hubiese traspuesto ya las sombras de la duda y quisiera darme el secreto de lo impenetrable se desprendía su voz, como una onda hertziana, el mismo sonido de su voz metálica, fluida, acompañada del acento gutural de los que han vivido largamente en otras latitudes.

     Era el mismo personaje que deleitaba al público caraqueño en el Country Club y El Paraíso, en tardes amables y acogedoras, después de haber montado su caballo Tacarigua o haber lanzado al aire su pelota de golf. Su extravagante elegancia producía el arrobador señuelo de las féminas que lo escuchaban transportadas:

     –Ya no tengo sino mi pobre palabra. Y voy a ver si la puedo adornar con reflejos de arte, a ver si mis frases pudieran ser como algunas flores frescas sobre las tumbas solitarias, o sobre el camposanto silencioso algunos rayos de sol, Sea lo que fuere la muerte, no borra la eterna sonrisa de la vida, sea como fuere la existencia, del recuerdo resurge siempre la esperanza.

     Yo escuchaba su verbo en la obscuridad, silenciosamente, y el ilustre amigo seguía el hilo de mi pensamiento:

Gil Fortoul consideraba que, a medida que el poder de la una clase aumenta, la miseria de la otra se hace cada vez más desesperada. La clase capitalista es cada vez más rica y la clase proletaria cada día más pobre

Gil Fortoul consideraba que, a medida que el poder de la una clase aumenta, la miseria de la otra se hace cada vez más desesperada. La clase capitalista es cada vez más rica y la clase proletaria cada día más pobre

     –Y bien, mi querida amiga, son innumerables las fuerzas de la naturaleza e infinitas las combinaciones con que nos envuelven en espesísima red. El único campo seguro de la afirmación y de la certidumbre es a veces el pasado. El presente no dura más que un instante, es solamente el equilibrio de un instante. Si es la muerte la ausencia de toda sensación, como en un sueño sin sueños, la muerte es bien inapreciable, porque todas las edades futuras no tendrán más duración que una sola noche.

     –Y si es la muerte el paso de este mundo a otro. . .– dije, repitiendo sus propias sentencias.
     –¡Qué mayor felicidad entonces que hallarme aquí con verdaderos jueces como Minos y Radamanto, Eaco y Triptoleno y conversar con Museo y Orfeo, con Hesiado y Homero. . .!

     –Y hasta con las Once Mil Vírgenes– me atreví a insinuarle, mientras por el rostro de Aracil asomaba su sonrisa mundana.

     Un arrebol tan hermoso como aquel que asombró a nuestro Libertador, me ocultó de pronto la luz íntima, aunque maravillosa y profética de sus pupilas que se hicieron lejanas, para luego acercarse y responderme:

     –Ellas son la primavera, yo soy otoño. Suelen preguntarme cosas que ignoran de la vida y hay tardes en que la conversación se prolonga a la sombra fresca de algún mango umbroso. Al fin ellas se van alegres, por un lado, tal vez algo inquietas por mi diletantismo irónico. Y yo me voy algo triste por otro rumbo y vuelvo la mirada para verlas alejarse hasta que desaparecen en el horizonte y de mi corazón surge un sentimiento muy dulce.

     Al decir estas palabras por el aire se esparció el aroma del ungüento de Magdala.

Socialismo

El hecho mismo de ver a mi amigo rodeado de arcángeles y demonios me dio la pauta de preguntarle por esa teoría que hoy conmueve al mundo civilizado, que se divide entre el capital y el trabajo. El personaje aspiró de nuevo el humo de su pipa antes de hacerse presente:

     –El capital en manos de una clase social es un privilegio, un monopolio y una injusticia. Y no será ciertamente el reconocimiento de la libertad del capitalismo y del proletariado el medio seguro de obligar a aquel a convertir la riqueza en tesoro común de la sociedad entera o de permitir que el otro alcance la parte proporcional de bienestar que justamente le corresponda en los productos de trabajo social.

     –¿Cree usted que en Venezuela exista algún antagonismo entre las clases altas y el pueblo?

     –Nunca ha existido ese antagonismo. En 1811 la oligarquía venezolana se reducía a tres condes, y todos ellos, imitando al Libertador, que desdeñó siempre el título nobiliario, fueron después, o defensores ardorosos de la causa patriótica o amigos decididos de las instituciones democráticas. Al principio pareció formarse una clase de grandes propietarios, pero a poco las fortunas comenzaron a repartirse rápidamente, gracias al régimen sucesoral y por causa también de las guerras civiles que subdividieron e hicieron cambiar de manos las riquezas acumuladas.

     –Maestro, América entera está consternada con la palabra “socialismo”. Usted que ha traspuesto las fronteras de los intereses terrenales, ¿qué dice de eso…?

     –Que se ha de hallar la solución del gran problema. Que la actual lucha entre la clase capitalista y la clase miserable no puede ser condición permanente de la civilización y que el conflicto ha de resolverse necesariamente en una nueva organización social que sustituya la armonía y la solidaridad a la justicia y al odio. Eso lo piensa el político omnipotente como el pontífice máximo de la iglesia y los jefes de los vastos imperios y el sabio que estudia leyes y el poeta que se lanza a explorar el porvenir.

     –Usted es un socialista, amigo, nadie puede dudarlo, siempre lo había pensado – grité yo desde el vacío.

     El monóculo de Gil Fortoul brilló como un diamante, o mejor, como una centella en el espacio. Su voz se hizo más metálica y algo afrancesada:

      –Yo no soy socialista. . . en el sentido que comúnmente se da a esta palabra, porque no pertenezco a ninguna de las escuelas o teorías del socialismo militante. . . Pero, por temperamento, y como resultado de los estudios que he podido hacer viviendo en pueblos de raza y cultura diferentes, yo siento que mi corazón y mi espíritu está siempre con los que padecen y sufren, Y con los que padecen y sufren creo en una próxima organización social menos imperfecta y más humanitaria, con luchas menos brutales y más equitativas. Otra civilización más intensa, más amplia y más alta.

     Hubo un silencio elocuente como un siglo de espera, como si el Maestro esperara la reacción de la discípula. Pero, había pasado apenas la figura infinitesimal de un minuto. El historiador bebió en su vaso, licor de los escoceses:

En el homenaje-ágape al escritor alemán, Emil Ludwing, en la casa del Vizconde Lascano Tegui, Gil Fortoul, con su elegante monóculo, absorbe su inseparable pipa al lado del escritor José Rafael Pocaterra, de los poetas Andrés Eloy Blanco, Luis Yépez y Pedro Sotillo; y de los doctores Gustavo Machado Hernández, Augusto Mijares, Enrique Tejera y Juan Iturbe, quien abraza a Ludwing

En el homenaje-ágape al escritor alemán, Emil Ludwing, en la casa del Vizconde Lascano Tegui, Gil Fortoul, con su elegante monóculo, absorbe su inseparable pipa al lado del escritor José Rafael Pocaterra, de los poetas Andrés Eloy Blanco, Luis Yépez y Pedro Sotillo; y de los doctores Gustavo Machado Hernández, Augusto Mijares, Enrique Tejera y Juan Iturbe, quien abraza a Ludwing

     –Vemos dondequiera –agregó– que el poder social se concentra en una clase de individuos que monopoliza la propiedad de la tierra y los medios industriales de acrecentar la riqueza y que, al propio tiempo, otra clase infinitamente más numerosa, lucha a todas horas por la vida y por el derecho a mejorar su condición.

     A medida que el poder de la una aumenta, la miseria de la otra se hace cada vez más desesperada. La clase capitalista es cada vez más rica y la clase proletaria cada día más pobre.

     –¿Y qué hacer para llevar a cabo tal reforma?

     Gil Fortoul respondió con una voz escéptica:

     –Por desgracia las Repúblicas americanas no han encontrado todavía la forma legal de las revoluciones. Desde el punto de vista moral no puede decirse que la frecuencia de las revoluciones ha contribuido más bien a desarrollar en las esferas gubernamentales el respeto a las manifestaciones de la opinión pública.

        –¿Qué quiere usted decir?

     –Que la paz pública no equivale en cada ocasión a la aceleración del progreso. Dice un escritor mexicano en un estudio sobre las revoluciones de su patria que el período de paz que empezó en México en 1876, con la presidencia de Porfirio Díaz hace ya imposibles allí las revoluciones. Pero la experiencia análoga de Venezuela y otras Repúblicas tiende a demostrar que cuando la paz es resultado exclusivo de la influencia omnipotente de una oligarquía o de un dictador –como cuando los Monagas y Guzmán Blanco– la paz no es socialmente preferible a la agitación de las eras revolucionarias, pues no bien desaparece la oligarquía o la autocracia que la imponen por la fuerza. Vuelve a abrirse el período de los tumultos que desbaratan enseguida la obra artificial y efímera de las dominaciones personalistas.

Democracia

     La rosa de su ojal pareció agitarse levemente cuando nombré la palabra Democracia. El ilustre historiador me lanzó una mirada de conmiseración alumbrada con la más irónica sonrisa cuando respondió:

     –¿Y la democracia no será también una selección política regresiva? Los fundadores de la antroposociología lo afirman. La democracia según ellos tiende de nivelarlo todo y a destruir, por consiguiente, los elementos superiores, de tal suerte que el nombre que más le cuadra sería el de mediocracia. Es más bien la Plutocracia, con el prestigio y la fuerza irresistible del oro.

     –Usted me ha dicho hace poco que ama el socialismo.

     –Sí, pero paréceme que exageran demasiado quienes califican de democracia el régimen social que hoy predomina en la civilización europea. Es cierto que la aristocracia hereditaria pierde terreno en muchos países, pero no se nota en ellos que sea la democracia la que la reemplace.

     –Entonces, ¿qué propone usted?

–Lo que se espera es una obra de justicia. El conflicto de la clase proletaria con la clase capitalista es lucha por la vida y por el derecho, y su solución no está en la caridad, cuya eficacia se circunscribe fatalmente a aliviar miserias aisladas. La caridad es un paliativo, no un remedio.

 

El jurista era ahora el que hablaba de las injusticias, de la esclavitud, ya abolida prácticamente en el mundo. En el mundo, el nuevo mundo seguía siendo “interdependientes” unos de otros.

 

–Porque decirle al obrero: eres libre de trabajar donde quieras y en las condiciones que te parezcan más favorables es simplemente adornarle con bellas palabras la realidad de su esclavitud. ¿Trabajar donde quiera? Sí, pero su libertad se reduce a poder escoger entre establecimientos idénticos. Por eso en las condiciones más favorables los capitalistas de la misma industria son forzosamente solidarios y el interés común los obliga a establecer condiciones iguales para el trabajo, de donde resulta que la libertad del obrero consiste en substraerse a la autoridad de una industria para someterse a la autoridad idéntica de otro. En fin, que la necesidad de trabajar es infinitamente más poderosa que la libertad de escoger y si se retarda tropieza con la miseria y el hambre.

     –Y qué me dice usted, Maestro, de la suspensión de garantías que tantas discusiones ha promovido en el Congreso.

     –El ex-Senador recargó su pipa de tabaco para darse el gusto de aspirar una larga columna de humo. Se dio a recordar aquellos tiempos cuando se dedicaron grandes debates a los Monopolios y a los Seminarios. El, –dijo– venía de una época en que se and aba con la ley en la mano. Ahora eran otras cosas: incomprensibles, atómicas, exaltados. Y así dijo.

     –Un Estado joven que no mantiene un orden legal cualquiera, cae fatalmente en la anarquía o en el despotismo. El orden legal constituye la tradición, y sin ésta el progreso es siempre aventurado. Solo es rápido y seguro el progreso allí donde existe, con el respeto a la ley, al hábito de no aspirar a reformas legislativas, sino con los medios lógicos que la misma ley ofrece. Un Gobierno democrático no debe tener otras atribuciones que las terminantemente señaladas en la ley fundamental.

     Y apenas escuchada por Dios, o tal vez por un arcángel que revoloteaba constantemente sobre el alto personaje, pude adivinar la frase que asombró de espanto a un demonio viajero en una nube:

     –Así como cada individuo hereda de sus antepasados la propensión a sentir, pensar y obrar de un modo especial, así cada generación hereda de las anteriores la tendencia a dirigirse por los rumbos que aquellas le han señalado.

Yo no soy socialista, en el sentido de que no pertenezco a ninguna de las escuelas o teorías del socialismo militante. Pero, como resultado de los estudios que he podido hacer viviendo en pueblos de raza y cultura diferentes, yo siento que mi corazón y mi espíritu está siempre con los que padecen y sufren

Yo no soy socialista, en el sentido de que no pertenezco a ninguna de las escuelas o teorías del socialismo militante. Pero, como resultado de los estudios que he podido hacer viviendo en pueblos de raza y cultura diferentes, yo siento que mi corazón y mi espíritu está siempre con los que padecen y sufren

La universidad

     Surgió el tema por sí solo, para quien había sido ministro de Educación y además el ejemplo más contundente de cultura en Venezuela. No era partidario de llenar el país de médicos y abogados que iban a engrosar las legiones de los políticos, a causa de “poca clientela”.

     –El taller es hoy el palacio del ciudadano. Si abundan los doctores, los dineros escasean. La clientela de una población no da para tantos. De donde resulta que la nube de doctores sin clientela, o se dedican a la política que es el refugio. . . o se contenta con llevar una vida trabajosa y obscura. 

     Aludió a la necesidad de estimular la agricultura, descentralizando la enseñanza, dándole otro rumbo, para hacerla racional, útil y popular.

     –Cuando la instrucción se ocupe de dar hombres capaces de cultivar la tierra, cuando las universidades y colegios produzcan también agrónomos y químicos, criadores y mercaderes de iniciativa fecunda, habrá quizás menos doctores en política, pero más agentes de prosperidad nacional y más espíritus interesados en que las leyes sean eficaces, justo el Gobierno, probos los gobernantes y civilizada la patria. El exceso de doctores sin clientela es una pérdida social.

     Pero como Aracil no podía ser dogmático por tanto tiempo, ni darme una charla que pudiera tratarse de latosa, volvió al tema de la belleza, acomodándola a los profesionales, aunque fuesen abogados o médicos:

     –A veces la profesión determina modos especiales de hacer bella la vida. Un abogado encuentra que es cosa voluptuosamente bella salvar de la prisión a un asesino y sacarlo limpio y blanco como un cordero, o desatar elegantemente con un divorcio ruidoso los últimos lazos de cariño, de estimación o de interés que unían dos existencias. Y un médico habla igualmente de bella enfermedad, de bella operación quirúrgica.

La despedida

     Era agradable verlo disfrutar de la libertad total, sin freno ni cortapisa a quien toda su vida había sido tan independiente. Ya la luna había quebrado sus rayos fugitivos sobre su frente pensadora y venía la madrugada. Mi pensamiento era como un lirio desnudo, pues sin pronunciar una sílaba él exclamó:

     –La libertad. ¡Oh la libertad! es un término tan vago que analizarlo a fondo pierde toda significación precisa. El error consiste en ver la libertad como una causa, cuando no es sino un efecto o de las revoluciones, o de las leyes, o de la intervención del Estado. Considerada de otro modo la libertad es la garantía moral de la injusticia y el error.

     Y como vieran mis ojos abrirse un abismo ante la palabra “libertad” el hombre totalmente libre corroboró:

     – ¿Qué es la libertad del individuo? El poder no ilimitado, sin duda, pero cada vez mayor a medida que el individuo se hace más fuerte moral e intelectualmente. Los individuos no son independientes sino interdependientes y su libertad consiste en obrar de acuerdo con la interdependencia de su interés.

     Y tomando mis dos manos entre las suyas, tal como solía hacerlo en los frívolos momentos de despedida, el viejo y siempre recordado Gil Fortoul me dijo estas palabras:

     –De esta noche me llevaré ecos que no se apagarán. Y cuando dentro de breves semanas me encuentre otra vez muy lejos en medio de amigas diferentes, con quienes me ligan otros recuerdos, ellas me dirán: Y bien, ¿de dónde viene usted, incorregible andariego, por ideas, por sentimientos, de dónde llega usted y por qué su palabra o suena ahora como antes sonaba entre nosotros? Y yo les contestaré: Vuelvo de mi tierra y traigo recuerdos de las mujeres de mi tierra.

     Por la ventana del salón penetraba lentamente la aurora, mientras el humo de la pipa de Aracil se confundía con una nube. A mi lado sus libros palpitaban”.

* Nativa de Puerto Cabello, estado Carabobo (1910-1994), Ana Mercedes Pérez fue una acuciosa periodista, diplomática y poeta, conocida también por su seudónimo Claribel. Su poesía estuvo caracterizada por ser muy femenina. El doctor José Gil Fortoul prologó el primer libro de versos de Ana Mercedes. En los últimos años de su vida, la escritora lo visitaba casi a diario. Más tarde, ella sería la compiladora de sus obras, editadas por el Ministerio de Educación

FUENTE CONSULTADA

Elite. Caracas, 2 de diciembre de 1961.

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