CRÓNICAS DE LA CIUDAD
Perfil de Caracas
Por Aquiles Nazoa
Aun quedan en la Caracas de 1945 algunos caraqueños ingeniosos y bien educados: don Pedro Emilio Coll, el Dr. Santiago Key Ayala, Eduardo Michelena, caraqueñísimo gerente de nuestra “Lotería de Beneficencia” que escriben y hablan un castigado e incisivo idioma y sienten horror físico y moral cuando leen en un periódico venezolano de estos días frases como la siguiente: “La culturización masiva del conglomerado promete ser exitosa”. El área geográfica de estos caraqueños, últimos depositarios del estilo, se extendía en dirección oeste-este, desde el guzmancista “Paseo del Calvario” con sus ninfas y estatuas de bronce a la moda de 1870 y su romántico jardín criollo, hasta el parque de la Misericordia, deteniéndose ―es claro― en sitios tan característicos como la Ceiba de San Francisco, el patio de la Academia de la Historia, la esquina de Las Gradillas, la plaza Bolívar con sus viejos guerrilleros que cuentan anécdotas de la revolución de 1903 del “Mocho” y del “Caribe Vidal” y la antigua “Cervecería de la Torre”, y que hasta 1925 ofrecía a los trasnochadores unas deliciosas tostadas de queso amarillo y un casi sólido chocolate español. Todavía en 1936, Luis Correa era un insuperable “cicerone” de Caracas. Luis representaba como pocos caraqueños esa curiosa mezcla de costumbres francesa y española que se superpuso al misterio y azar de nuestra visa criolla y marcó el tono social de la pequeña metrópoli entre los últimos años del siglo XIX y los primeros cinco lustros del presente: la Caracas de la época que puede llamarse con una palabra antipática, “pre-petrolera”. Era la Caracas donde las mujeres se vestían con los modelos de la “Compañía Francesa” que parecían reproducir las figuras de Toulouse Lautrec y de Renoir, aunque el exceso de plumas, de cabellera y de punzones en el sombrero no estuviera de acuerdo con la circunstancia climática. Del “Colegio San José de Tarbes”, donde aprendieron la angulosa caligrafía francesa con sus letras enormes y un tanto afectadas, las muchachas de la buena sociedad o de la clase media pudiente salían para casarse con tanta ostentación que durante una semana la crónica de los periódicos publicaba la heteróclita lista de los regalos. Estos comprendían desde los más caros aderezos de la casa Gathman hasta unas horribles estatuillas de terracota italiana con escenas pastoriles, cazadores de Tirol o muy sonrosadas aldeanas del lago de Como, de aquellas que describió Manuel Díaz Rodríguez en sus “Sensaciones de viaje” (1896). El desecho de esa Caracas que se fue, las últimas formas retorcidas del 1900 se pueden observar todavía en algunas casas de San José o San Agustín o en las “chiveras” como la del antioqueño Restrepo, quien con su cultura y formalidad colombiana ha actuado como un verdadero Proust del comercio siempre a la busca del tiempo perdido.
El francecismo caraqueño de entonces predominaba en trajes y perfumes, en el exceso de Champagne Cliquot en los matrimonios y grados académicos, en la Literatura de la generación de “El Cojo Ilustrado”, que escribió cuentos a lo Maupassant, “manchas de color” y “análisis de almas. Prevalecía, además, en algunos restoranes ya desaparecidos como el “Louvre”, cuyos menús organizaban de modo insuperable los últimos “gourmets” que he conocido: Luis Correa o el Dr. Francisco Izquierdo, Gustavo Manrique Pacanins, ahora Procurador General de la Nación y adepto, por mandato médico, al Agua de Vichy o al “Evian”, quien fue hasta pocos años un excelente anfitrión. Las nuevas generaciones ―hay que decirlo― han pedido el sentido del gusto y hasta cometen el sacrilegio de beber whisky durante la comida. Pero aquel francesismo no chocaba, de ningún modo, con el españolismo más popular de viejos cafés, hoteles y botillerías como el difunto “Barcelonés”, el antiguo “Hotel Continental”, de grandes balcones gaditanos, cierto “Hotel Familias”, última Thulé de los cómicos y banderilleros sin contrata, ni con el entusiasmo por las corridas de toros, las inmensas apoteosis tributadas a Belmonte y al “Gallo” y la paciencia para escuchar recitales de Villaespesa, de Eduardo Marquina o de Juan José Llovet. Todavía en 1942 en alguna casa de la calle de Candelaria, en medio de una reunión con música y canto, la señorita recitadora que cultivaba como una orquídea su tuberculosos incipiente, disparaba ante el pequeño público os verso aprendidos en la “Academia de Declamación” de Fernández de Arcila:
En tierra lejana
Tengo yo una hermana
…………………………
() de manera más cálida
…Iba muerto de sed. Tú voz tenía
un trémulo frescor de agua corriente
Era tan grande la separación de los sexos (aunque el fox y el one step representaron una verdadera revuelta moral frente al vals y la mazurca) que a través de los versos, muchachas y muchachos en plena combustión afectiva se decían lo que hubieran preferido decirse en el más elemental y eterno lenguaje de las manos.
El francecismo caraqueno de entonces predominaba en trajes y perfumes
Mucha gente ―y es la diferencia con los presentes días― estaba entonces, como fuera de la circunstancia histórica. Apenas se podía afirmar que vivían. No era solo el horror de la dictadura gomecista que impuso casi a cada familia el tributo de un preso político, sino la mezquindad y pobreza de una clase media ―que aún no se atrevía a llamarse de ese modo― y el silencio y abandono del pueblo. Las pensiones de estudiantes por donde el 1922, 1923 los que teníamos veinte años entonces padecimos hambre e incomodidad, eran frecuentemente comandadas por señoras de muchas campanillas, aspirantes a conseguir una protección fija del Estado como descendientes de próceres o de los veinte mil generales que a través de las guerras civiles se sacrificaron por el país, y mientras la patria las premiaba, parecían cobrarse un anticipo de nosotros. Se puede hacer una novela triste y barojiana de aquellas pensiones de estudiantes. Están en la novela todos los elementos: el culto del pasado con la anciana señora que de su preterido esplendor efímero conserva zarcillos con que fue a un baile guzmancista cuando el centenario del Libertador; la tragedia de los “punta de raza” que interpretaron en algunos cuentos Pocaterra y Urbaneja Achelpohl; la del estudiante cuyo romanticismo contradictorio quiere conciliar el platónico amor, a base de versos, flores y cartas y la “enfermedad de trascendencia social” de que está padeciendo, y la inesperada presencia en la casa de dos policías de “la secreta” que vinieron a buscar a uno de los jóvenes “porque se había expresado mal del gobierno”. Y ya se sabía demasiado en los días de Gómez, cuál era el itinerario de quienes no trataban al Gobierno con irreprochable cortesía.
Una Caracas plutocrática reemplazó ya, muy definidamente, hacia 1925 a la Caracas afrancesada y andaluza de los comienzos de siglo. La antigua economía agrario-pastoril era sustituida por la vertiginosa e imperialista Economía del petróleo. Naturalmehte que los grandes jefes petroleros de aquellos años, los ingenieros de Texas que vinieron a perforar nuestro subsuelo y los “advisers” políticos que toda compañía americana paga para entenderse con la mañosa gente criolla, visitaban al General Gómez y en las concesiones que el Gobierno hacía a las empresas, se reservaban algunas “royalties” de privilegiados del regimen. Así os últimos años de la dictadura constituyeron una invitación al enriquecimiento. Entre que nio siquiera se habían capacitado para ser ricos, saltando todas las etapas sociales y culturales, se veían de pronto con una ingente masda de millones. Si los venezolanos del 1900 bebían en las botillerías españolas de grandfwesw espejos y mesas de mármol o en los “Clubs” de “La Concordia”, “La Alianza”, ”La Unión”, ”La Amistad” y ”El Comercio” que existían en las capitales de provincia su cognac “Hennesy” o sus capitosos vinos andaluces y tarareaban cuando estaban borerachos, el dúo de “Los Paraguas” o la romanza del “Caballeo de Gracia”, desde 1925 el “whisky and soda” sustituyó a los licores mediterráneos y una borrachera ―cuando había norteamericanos― podía concluir con el idiota estribillo de una de las primeras películas habladas de entonces:
If I had a talking picture
of you…
Las tertulias familiares con valses románticos, sangría preparada en la casa y poemas de Andrés Mata, fueron reemplazadas por los “parties” a la yanqui, en los “Country Clubs”. La muchacha nadadora o tennista tuvo más validez social que la recitadora. Entre 1925 y 1936, Caracas edificó para el exclusivo disfrute de una plutocracia satisfecha algunos de los más bellos clubs campestres de la América del Sur: el “Country” con sus grandes avenidas de Chaguaramos y mangos y el estupendo atersonado de su comedor; los “Palos Grandes” con sus terrazas que se recuestan junto al Ávila y proyectan el mejor balcón para dominar todos los verdes del valle; el “Club Florida” con sus acacios rojos y su gran piscina de azulejos; el “Club Paraíso”. También ―y como la otra cara de la medalla― un infeccioso mal gusto de gentes que necesitaban mostrar su dinero, se divertía en algunas quintas de las urbanizaciones, quintas de doscientos a trescientos mil bolívares.
En Maracaibo, ciudad más afectada aun que Caracas por esta riqueza sin estilo ni raíces, el General Pérez Soto hacía erigir el complicado y costosísimom merengue, revestido den chocolate, fresa y sapote, de la “Basílica de Chiquinquirá”. El pueblo venezolano asistía mudo y desengañado a esta bacanal de los ricos; apenas los domingos en las pulperías del barrio de Catia mientras vaya su canción mexicana o su tango argentino la última victrola o radio estrepitosa perifonea las carreras consumían su “berrito” y su “caña” mala que daban a los hpspitales su cuota de desnutridos, tuberculosos o cirrósicos. Para la “consunción”, el “pasmo”, la“bola de fuego en el estómago”, el “quebranto de huesos” o la “lombriz de cuatro cabezas”, el viejo brujo criollo ofrecía sus pócimas, sus parches, yerbas y bejucos. Y hasta el Dictador Gómez, que nunca perdió el alma de labriego supersticioso y soprendido, consultaba al yerbatero Negrín. Desconfiado de todo ―hasta de su policía― había hecho traer de la montaña a una legión de mocetones sanos y analfabetos (a quienes se les hacía creer que los “caraqueños” podían “madrugárselos”) para constituir la feroz banda de chácharos. En alguna oculta casa y por misterioso sistema de “células”estudiantes y chicos con deseo de emancipación se reunían para disvutior las bases del “materialismo dialéctico”. La censura intelectual la ejercitaban, a veces, en las librerías los “chácharos” que alcanzaron a aprender el “Libro Segundo” y que tenían órdenes de incautyarse de cuanto papel pareciera sospechoso. Pero se cuenta que una roja edición de “El Capital” de Marx pudo mostrarse impunemente durante largo tiempo en una librería porque su título parecía a los censores coincidente con el pensamiento del general Gómez. ¿No era el “Benemérito”, como decían los periódicos, “defensor del Capital y de los hombres de trabajo?”
Para reposar y seguir mirando sus prados, los grandes bueyes zebú traidos de la India, los camellos de dos jorobas que eran ornato de su jardín zoológico y escuchar de madrugada las coplas del ordeñador, el General Gómez había construído para sí y para los suyos que fueran muriendo una alta tumba en forma de mirarete islámico, en la verde y jugosa campiña de Maracay. Allí duerme hasta ahora inalterable sueño, a partir de un trajinado mediodía de diciembre de 1935. Murió confortado por los auxilios humanos y divinos y hasta asistente al Solio Pontificio, porque Su Santidad lo hizo Conde romano, Caballero en grado máximo de la Orden Piana y lo emparentó con los Chigi y los Torlonia, los príncipes que desde hace siglos montan guardia junto al primer trono de la Cristiandad.
Sin embargo, se parecía, más bien, a los califas de las Mil y Una Noches en cuanto era profundamente desconfiado, hablaba en apólogos que se hacía necesario traducir al lenguaje lógico de Occidente y practicó casi que por obligación ritual ―porque era ascético más que voluptuoso― la más seria poligamia. Aunque parezca extraño, hay muchas gentes que todavía lo recuerdan y le rinden invisible culto porque, entre otras cosas, la Venezuela surgida después de 1935 les impone mayor esfuerzo mental. Por enero de 1936 los viejos parques de Caracas y hasta los dos circos taurinos (el “Metropolitano” y el “Nuevo Circo”) se convirtieron en foros ideológicos. Los emigrados que volvían de los más antípodas sitios del mudo, que vieron la “Plaza roja”, los mitines parisienses del “Vel d’hiver” o la huelga de los mineros asturianos, abrieron ante los ojos de la ávida multitud su caja de sorpresas políticas. Se arengaba y se discutía: había liberales, socialdemócratas, socialistas de la II Internacional, comunistas, troskistas y aun numerosos inconformes que aspiran a establecer su propia teoría sobre el Estado y la Sociedad. El lenguaje criollo que se estancara en la simpleza aldeana y la continua represión exigida por la dictadura o en la formas ya convencionales de los “dicursos de orden” y del pseudo-clasicismo académico, recibía un continuo aporte de barbarismos o de nuevas nomenclaturas para revestir las cosas. Surgieron palabras pedantes y difíciles como “culturización”, “conglomerado”, “estructuración social”. Una manifestación como la que en febrero de 1936 fue a pedir al General López Contreras que “ampliara el radio de libertades públicas”, (para hablar en lenguaje de aquellos días), se llamaba un “desfile masivo”. Pero, a través de las nuevas palabras, y aun contra el rechazo d els académicos, penetraba en la vida venezolana mayor emoción social y sentido de justicia. Hasta la mujeres prefirieron a su antiguo “Nocturno” en el piano, junto al novio pálido y el ramo de rosas, la organización de centros culturales y filantrópicos, de casas-cunas, casas hogares, y aun pronunciar arengas de lucha en la “Federación de Estudiantes” o en los incipientes partidos «democráticos”. El gobierno no podía menos que empezar a descubrir algunas palabras que como “Sindicato” habían sido proscritas del vocabulario oficial. En los periódocos podía decirse que en el llano habíam paludismo; que en el Estado Yaracuy la única forma de propiedad agraria es el latifundio y que los maestros primarios ganaban sueldos de hambre. Y aun contra todos los prejuicios (de los ricos contra los pobres, de una plutocracia irresponsable y satisfecha contra los intelectuales, de la mediocridad titulada contra el hombre inteligente, de los viejos contra los jóvenes, del venezolano que no salió nunca y se siente depositario e intérprete de cierta misteriosa realidad autóctona que no podrán comprender quienes vivieron en el extranjero), mucho se empezó a hacer. Surgieron nuevos hospitales, unidades sanitarias, escuelas, comedores escolares, institutos y servicio público de toda índole.
Al pueblo y la clase media se le dieron facilidades para adquirir vivienda propia sin tener que pagar a los bancos el honorable interés del 12 por ciento y gravar todo lo mueble e inmueble con la más sólida hipoteca,. Junto a las urbanizaciones de los ricos aparecieron las de los trabajadores y modestos empleados como “Bella Vista”, “Pro Patria”, “Lídice”. En los grandes bloques del actual “Silencio” en que han trabajado arquitectos de fina sensibilidad como Villanueva y Bergamín no se escatiman el aire, la luz, los prados verdes para que corran los niños. Son como la maqueta y prefiguración de una nueva Caracas más aséptica, justiciera y luminosa que la que desapareció con la dictadura. En la Caracas de hoy ―como lo puede afirmar en Dr. Baldó― la tuberculosis ya no es una enfermedad de moda. Y la caraqueña prefiere su rostro y su espalda “arrosquetada” por el sol del deporte a la “palidez lilial” de otros días.
Hay, naturalmente, grandes problemas por resolver. La vida es cara y economistas y sociólogos analizan los efectos que nos produce la racha petrolera. Se ha hecho bastante por la educación del pueblo, pero nos falta todavía un claro y preciso plan de alta cultura. A los veinte años los muchachos quieren ser ricos, miembros de los Clubs más plutocráticos, irresistibles dominadores de la Sociedad, pero carecen de calma para prepararse.
Quieren realixar, a veces, la Revolución o el Capitalismo sin cumplir las etapas previas que las dos metas antagónmicas necesitan. El temprano discurso de mitin ahoga en algunos chicos que tienen talento, todo serio trabajo de estudio y documentación. Ya repetirán con una voz que de armoniosa se hará gastada, las mismas consignas que fueron nuevas y que se van descolorando. Las damas, en lugar de conversar, con su nativa gracia de pájaros, prefieren juntarse a jugar “bridge” o “rummy” . Lo que la vida social pierde en ingenio, buenas maneras y espiritualidad, se sustituye por inagotables rondas de whiskey y de cocktails. Lo más necesario para el éxito caraqueño no es la imaginación diabólica o el racionamiento calculador de los personajes balzacianos, sino el hígado a prueba de “bombas”y de trasnochos. Junto a los dorados “high balls” se hacen negocios.
Y algún inmigrante audaz que llegó hace poco tiempo, aprendió pronto las mañas de los criollos y sobre esas mañas edificó su alta especulación, nos mira con piedad a los que en esta tierra tan próspera seguimos escribiendo o leyendo libros. Sin embargo, contra todos y contra la misma prosperidad, hay que seguir en nuestro duro oficio de ser venezolanos. La virtud nativa, por excelencia, es esta estoica y casi intemporal virtud del “aguante”. Ella le pone a la ilusión y esperanza con que es necesario seguir combatiendo y soñando por el país, un revestimiento duro y viril como el de la “pitahaya” que bajo su corteza espinoza acendra tan tónica frescura.
Compréndame bien. Yo so caraqueño. Yo amo a Caracas. Por eso me duele ver mi ciudad convertida en la misma ciudad standard que vemos en todas partes. Asómese al balcón. A Caracas la quieren convertir en una ciudad de colmenas. Carlos Manuel Moller
Infomación tomada de la revista Elite. Caracas, N°1.398, 19 de julio de 1952; Páginas 8-11