CRÓNICAS DE LA CIUDAD
La Caracas de fin de siglo
Una sastrería y venta de artículos para caballeros
“Al examinar la interesante serie de fotografías caraqueñas que se publicaron en 1953, en la revista caraqueña EL FAROL, observamos en primer lugar que en ninguna de ellas se ven luces eléctricas, sino Lámparas de kerosene y de gas; esto nos llevó, en una primera conclusión, a pensar que son de una época anterior a la instalación de la luz eléctrica en las casas. Fue en 1883, con motivo del centenario del Libertador, cuando por primera vez se iluminaron eléctricamente algunas calles de la capital. El alumbrado era de arco voltaico.
Se instaló la nueva luz en el Teatro Guzmán Blanco (hoy Municipal), la calle del Comercio, y los bulevares de Capitolio. Sin embargo, esto fue algo ocasional; la verdadera introducción del alumbrado eléctrico en Caracas data de 1895, año en que fue fundada la Compañía Anónima LA Electricidad de Caracas. Dos años más tarde, el 8 de agosto de 1897, fue cuando se inauguró, con asistencia del presidente Joaquín Crespo, el servicio público.
Pensamos, pues, que nuestras fotografías eran anteriores a 1897. El alumbrado de gas existía en la ciudad desde 1881. Sin embargo, notamos que una de las fotografías representa una tienda capitalina cuyo nombre es “Pretoria”, y esto nos llevó a la conclusión de que son de fecha posterior. Pretoria es el nombre de aquella ciudad de África del Sur que fue capital de Transvaal, y figuraba con frecuencia en las informaciones periodísticas de tiempos de la guerra Boer, lo cual nos lleva a los años 1899-1900.
Ha sido costumbre caraqueña poner a las pulperías nombres que se han popularizado momentáneamente por acontecimientos mundiales. Así años más tarde, cuando la guerra ruso-japonesa, aparecieron pulperías o tiendas populares con los nombres de “Puerto Arturo” o “Manchuria”; cuando la primera Guerra Mundial, surgieron nombres como “El Piave”, “El Marne”, y otros semejantes. En consecuencia, llegamos a la conclusión de que estas curiosas fotografías corresponden aproximadamente al año de 1900. Aunque ya existía para entonces el alumbrado eléctrico, éste no se había generalizado. Hasta la iluminación de las calles era mixta para 1905, pues algunos faroles eran de arco voltaico, otros de gas, y hasta algunos de kerosene en los suburbios.
En las casas de habitación la luz eléctrica fue apareciendo poco a poco. En algunas residencias se puso un bombillo en el comedor, acaso dos en la sala, si era grande, y uno que otro en algún corredor. Fue en los dormitorios donde se instaló la nueva luz en último lugar, pues algunas familias de la época pensaban que podía ser peligroso “respirar con electricidad” mientras se dormía.
Para fines del siglo pasado la poblaciíon caraqueña no llegaba a los 80.000 habitantes. La vida era apacible y silenciosa. Durante toda una mañana acaso no pasaban por alguna de las calles principales, más de cuatro o cinco coches. En algunas tiendas principales, como sucedía entre las esquinas de Monjas y Padre Sierra, donde existían algunas tabaquerías, talabarterías y otros comercios semejantes, los dueños o gerentes de esos establecimientos sacaban a la calle sus sillas, que casi siempre eran de madera y cuero, y las apoyaban en el suelo en las dos patas de atrás, recostando el espaldar en la pared, y allí, sentados con la pierna cruzada apoyada en el palito transversal de la silla, fumaban y conversaban agradablemente, en espera de la llegada de algún posible cliente. Eran las boticas, junto con las tiendas de modas, las de mayor animación. En la botica se conversaba mucho. Había señores que se sentaban en algun estrecho banco que casi siempre tenía toda farmacia, y allí se entregaban a animadas charlas con el boticario; se hablaba de politica, de lo que sucedía en París, de temas literarios y de chismes calejeros. Como no había mayores diversiones, todo el mundo se la pasaba conversando en todas partes.
El profesor Agustín Aveledo acompañado de un grupo de alumnos de su prestigioso colegio
Cuando había algún enfermo grave, se llkenaba de opaja toda la calle para evitar el ruido que habcían las llantas de hierro de los coches sobre el empedrado, ciostumbre ésta tal vez improtada de París, donde era usual a mediados de siglo. Los servicios hospitalarios eran muy deficientes. Las famuilias importantes jamás llevaban sus pacientes al Hospital Vargas; las operaciones quirúsgicas se efectuaban en las casas, a las que enviaba el cirujano su mesa e instrumental. Lo mismo sucedía con los alumbramientos, y el partero, o más comunmente la partera, entregaba en la casa su larga lista de todo lo que el jefe de la familia debía comprar en la botica para atender el nacimiento del nuevo niño. Cuando ocurria algun accidente callejero: obrero que caía de un andamio, resbalón y pierna quebrada, ataque cardíaco o epiléptico, etc., la víctima era traslasdada al hospital en una humilde camilla que llevaban dos ayudantes caminando por el medio de la calle, la cual estaba cubierta con una sábana de sospechosa blancura. A veces sonaba la campanilla que agitaba un acólito, mientras el cura llevaba en una pequeña maleta, el viático a un moribundo.
No hay que olvidar que por aquellos tiempos no había radio, ni fonógfrafos , ni cines. Los teatros estaban cerrados casi todo el año. Eran tres los que entonces existían: el Municipal, el viejo teatro Caracas y el Teatro Calcaño. Fue años más taerde cuando se construyó el Nacional. Una vez al año, con más o menos regularidad, venía una Compañía de Ópera, casi siempre al Municipal, aunque también la hubo en el Caracas. Como los caraqueños eran bastante pobres, había personas que economizaban durante todo el año para poder abonarse a la ópera. Aparte de esas temporadas, ocasionalmente venía algún circo al Metropolitano, y alguna compañía dramática o de zarzuela. Los toros nunca faltaron. Con todo, la mayor parte de las noches caraqueñas carecían de espectáculos públicos. Las familias se reunían a conversar, y los viejos literatos tenían su acostumbrada tertulia en la Plaza Bolívar. En ella había retretas por la Banda Marcial los jueves y domingos por la noche, y por la Banda Bolívar o la Presidencial, los domingos en la mañana. Siempre estaban muy concurridas por gentes de todas clases, y las familias, una vez terminada la música, acudían a “La Francia” o a “La India” a tomarse un helado. Los había de dos tipos: de fruta (guanábana, naranja, fresa) y de crema que eran el mantecado y el chocolate. Los primeros valían un real y los segundos real y medio.
Las muchachas usaban una falda hasta los pies, pero sin cola, la cual se reservaba a las señoras. Llevaban el talle muy señido y lo de más arriba muy exuberante. Las mangas eran largas y ajustadas a la muñeca, y en los hombros se abombaban mucho. Se usaban grandes sombreros de paja con flores y velos, y al cuello lucían las damas sus boas de pequeñas plumas. Los hombres por entonces usaban conn más frecuencia la camarita que la pajilla, cuyo gran auge fue posterior. Llevaban una levita, un paltó-levita o un simple saco de casimir negro, a veces con pantalones de dril blanco, y sus botines de gomita. Sobre el chaleco se veía la gruesa cadena del reloj.
“Juan” andaba por la calle con sus alpargatas (Antonio Guzmán Blanco había prohibido años antes el andar descalzo), sus pantalones de dril sujetos por una correa, y a veces por un cinturón ancho que tenía bolsillos y en el que estaba fijo un cuchillo peligroso, una franela gruesa de color crudo y un sombrero que en ocasiones era de cogollo y en otras era de fieltro medio arrugado.
Exterior de una pulpería, situada en un popular barrio caraqueño
La sala de las casas caraqueñas tenía una personalidad inconfundible; era oscura y fresca, con su pavimento de tablas, sus muros empapelados y su cielo raso de coleta cubierto de papel blanco. Tenía grandes muebles cubiertos por una funda gris ribeteada de hiladilla blanca. No faltaba un gran espejo de marco dorado, a veces cubierto por un velo para protegerlo de las moscas, y que estaba colgado sobre una consola que en algunas casas tenía un paño con orillas de macramé.
Las sillas podían mancharse con el aceite de macasar que los hombres se untaban en el cabello, por lo cual se les cubría en la parte superior del espaldar con un pañito tejido, cuyo nombre era, precisamente, “anti-macasar”. A los lados del sofá, en el suelo, había a veces sendas escupideras, casi siempre de porcelana o loza con algunas florecillas, pues las que eran todas de metal sólo se usaban en hoteles o barberías. En algún rincón había una mesa, a veces de mármol, llena de estatuillas de cerámica y de bibelots, en torno a una gran lámpara de kerosene. En una de las paredes estaba una repisa, hecha con carreteles de hilo vacíos, obra de algún tío “curioso”, en la que reposaba una botella que tenía adentro un pequeño bergantín.
Por otro lado, estaban el álbum de tarjetas postales, que las jóvenes románticas coleccionaban; el álbum de viejos retratos de la familia, que tenía gruesas cubiertas de terciopelo y marfil, y se cerraba con un broche de metal; y el otro álbum, donde amigos y admiradores de la niña de la casa escribían versitos o pintaban una mariposa junto a unos “no-me-olvides”, o una paloma con una carta de amor en el pico. Eran frecuentes las pulgas, sobre todo en los muebles abultados, en estas salas de la “gente decente”, pues en las de las familias de menos categoría, en vez de pulgas se encontraban chinches, las que también abundaban en los asientos de los teatros.
En el corredor había una mesa de mármol y unas sillas y mecedoras de esterilla. Junto a la pared estaba el colgador de sombreros, que a veces tenía un soporte para poner bastones y paraguas. Sobre una especie de escalera de madera había muchos potes de helechos y plantas floridas, las que también se sembraban en latas de salmón o de manteca, a las que se abrían varios huecos en el fondo para que saliera el agua, y luego se pintaban por fuera con pintura al óleo. En las puertas de los cuartos había cortinas de “Lágrimas de San Pedro”, y en ninguna casa faltaba un caracol grande para sujetar las puertas abiertas.
Por las tardes y las noches, las niñas, bien acicaladas y perfumadas, se sentaban en la ventana, para mirar a través de su impertinente o lorgnon a los jóvenes que estaban recostados en el farol de la esquina, y que eran señal inequívoca de que había muchachas bonitas en la cuadra.
La célebre botica de Velásquez, ubicada en la esquina del mismo nombre, en el centro de Caracas-
Desde unos pocos años antes, cuando Herrera Irigoyen fundó su célebre revista “El Cojo Ilustrado”, había comenzado en Caracas un nuevo florecimiento de las letras y comenzaban a destacarse nuevos y brillantes escritores: Díaz Rodríguez, Key Ayala, Andrés Mata, Carlos Borges.
Pero, desgraciadamente para nuestras letras, vinieron más tarde los treinta y seis años de las dictaduras de Castro y de Gómez, que nada querían con escritores ni con campañas culturales, y así el movimiento literario que comenzó a fines de siglo, no llegó a tener toda la extensión y profundidad que hubiera podido alanzar en otras circunstancias.
La vida diaria de aquellos tiempos era rutinaria. La gente era alegre, a pesar de su pobreza, y parecía que la vida de Caracas, después de los esplendores guzmancistas, se hubiera detenido en un remanso, sin grandes realizaciones y tal vez sin grandes esperanzas, pero con bastante conformidad.
Después de la revolución legalista de 1892, que llevó a Crespo nuevamente al poder, y después de varios otros alzamientos menores, iba a desatarse sobre el país la fulminante revolución restauradora que transformaría, en bien o en mal, muchos aspectos fundamentales en la vida de la nación.
Fuentes consultadas:
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Revista El Farol. Caracas, 1953