CRÓNICAS DE LA CIUDAD

El mercado de San Jacinto

San Jacinto y sus alrededores fue, hasta la década de 40, lugar de cita meridiana para muchos caraqueños

     Antes de ser plaza y mercado, fue un convento de frailes dominicos. Tras conflictos con los religiosos se convirtió en núcleo y corazón comercial de Caracas por décadas. Su nombre oficial es Plaza El Venezolano, renombrada así por el entonces presidente de la República, Antonio Guzmán Blanco, quien inauguró allí en 1882 una estatua de su padre, Antonio Leocadio Guzmán, fundador del célebre periódico El Venezolano. En esa misma zona se encuentra la casa natal del Libertador y el Museo Bolivariano, entre otros espacios de gran importancia histórica. También existió en dicha plaza un famoso restaurante denominado La Atarraya.

     Por diversas razones históricas la plaza de San Jacinto, ubicada en el centro de Caracas, debió ser el espacio consagrado a rendirle homenaje a Simón Bolívar. Sin embargo, por las vueltas que da la historia, quedó convertida en un mercado, mientras que la Plaza Mayor, principal mercado de la ciudad, quedó para rendirle honores al Libertador, erigiéndose allí la flamante estatua ecuestre de Bolívar, en 1874.

El viejo edificio del Mercado Principal arrastra consigo la historia civil y religiosa enraizada en el viejo convento de San Jacinto y en la Plaza “El Venezolano”.

     Cuenta el cronista e historiador Mario Briceño Iragorry que, “personalmente, modestos recuerdos míos se van también con el polvo de los muros destruidos. ¡Cuántas veces, a la salida del teatro o del café, detuve en la alta noche mis pasos frente a la Plazuela “El Venezolano”, para gozar la embriaguez del ambiente, saturado de la penetrante esencia de los claveles, los lirios y las azucenas de Galipán, mientras consumía la confortante “tostada” nocharniega!

     Hasta los años 40, el mercado fue lugar de cita meridiana para muchos caraqueños. En la memoria de la gente perdura la bien abastecida frutería de Antonio Natera, primera en utilizar refrigeración eléctrica, y donde era seguro topar diariamente con don Gustavo Sanabria, don Manuel Segundo Sánchez, Pedro Emilio Coll, Santos Jurado, Luis Alberto Sucre, Lope Tejera, el Dr. José Rafael Pérez, Julio Calcaño Herrera, Luis Correa, Juan Ignacio Aranguren, don Mariano Fernández Hurtado y tantos otros amigos que ya traspasaron la misteriosa puerta del eterno silencio, y que allí acudían con su bien espíritu, por jugo de naranja, badea o tamarindo, o por el ventrudo aguacate guarenero, de la típica dieta caraqueña. Francisco de Paula Pérez, en sabroso apunte, recientemente publicado, evoca la plaza de “El Venezolano”, “sombreada de árboles que refrescaban el aire”, a donde se iba “para comprar la pulida vera, o el duro araguaney, el negro guayabo o el flexible chaparro porteño” y donde se gozaba el dulce “canto de los pájaros atrapados en el golpe escondido en los zarzales”.

La plazoleta de San Jacinto empezó a servir para menesteres de mercado desde junio de 1809

     Aunque apenas date de 1896 el edificio que hoy ya no existe, la plazoleta de San Jacinto empezó a servir para menesteres de mercado desde junio de 1809, cuando los Padres del Convento de San Jacinto fueron intempestivamente sorprendidos una mañana de junio con la presencia de casillas para la venta, allí colocadas por autorización del Ayuntamiento. Se quejaron los frailes al Cabildo y en su escrito hablaron, en términos de espanto, de que en dichas casillas o puestos se cometían “robos, embriagueces, cavilaciones de ociosos, y lo que es más detestable a los ojos del mismo mundo, tratos y contratos de impureza y libertinaje”. La autorización del Municipio para este uso anatematizado por los Padres dominicos, provino de la necesidad de dar nuevo sitio a los regatones, que ya no cabían en la Plaza Mayor, donde desde antiguo se hacía el mercado, y la cual el Gobernador Felipe Ricardos en 1755 había acondicionado con portales o canastillas para el fijo comercio. (En el Museo Bolivariano se conservan las lápidas que historiaban la vistosa arquería que este gobernador hizo construir en la Plaza, y la cual fue destruida a mediados del Siglo XIX).

     No previeron los hijos de Santo Domingo que aquella invasión de verduleros era solo el anuncio de cosas mayores que pasarían al religioso recinto, puesto que en 1828 el Convento, despoblado ya de frailes, fue destinado a sede del Ayuntamiento y Cárcel Pública. Se pensó, también, consagrar a Bolívar su plaza, aún vivo el Padre de la Patria. En una de sus celdas guardó capilla Antonio Leocadio Guzmán, cuando se le condenó a muerte por los sucesos de 1846. Indultado luego, y sucedido posteriormente el triunfo de su hijo Antonio, se consagró estatua en la propia plaza, en 1882, estando aún en todo su pellejo el prócer del liberalismo. En 1865 se destinó el Convento para ercado, y el viejo templo se desmanteló. Algunas de sus imágenes fueron trasladadas a la iglesia de Altagracia. El plano del edificio que hoy está demolido es obra del arquitecto Juan Hurtado Manrique.

     Todo se lo llevaron las grandes gandolas que transportan el material de los escombros. La fragancia de las flores, el canto de los pájaros, la miel de las frutas deleitosas, el misterioso encanto del “Reino Vegetal”, donde parece que se ocultase aún el espíritu travieso de Telmo Romero. Se va el recuerdo de una época, en que los hombres buscaban la vera y el “pellejo de indio”, para reforzar los medios naturales de defensa del honor. Se fueron con los terrones del espacioso edificio de Hurtado Manrique, un recio pedazo de historia caraqueña, nada menos que la callada historia de la reconfortante cocina que, abundosa o parva, define la curva del bienestar y del dolor social. ¡Si allí se pueden hasta conjurar revoluciones! Mañana, lo que fue convento y templo, plaza arbolada y mercado abundante y bullicioso, será solo un pedazo de arrasada tierra. Pero en él perdurarán los monumentos que podrían servir de tema para un sustancioso tratado de sociología moral. En pie quedarán el reloj de piedra que graduó el Barón de Humboldt, y la estatua de Antonio Leocadio Guzmán. La piedra sobre la cual discurren imperturbables las horas, los días, los años y los siglos. El bronce que mantiene, en figura humana, la lección contradictoria de nuestros anales públicos. Monumento este a cuya sombra el estudiante de filosofía política puede obtener las más curiosas respuestas para sus sorpresivas preguntas. Sobre todo ahí aprende la exacta verdad de lo transitorio de los juicios alzados sobre las pasiones del momento: donde los godos hicieron degustar a Antonio Leocadio Guzmán la amarga saliva de la inminente agonía, los liberales vencedores lo llevaron a la perennidad gloriosa del heroico metal. No hay, es cierto, juicio uniforme sobre el gran político cuya estupenda biografía nos acaba de regalar el Maestro Díaz Sánchez, pero en cambio su vida sirve para enseñar a todos el vano camino de las venganzas de la política; mientras la propia gloria que le pregonaron sus amigos, bien puede tomarse como ejemplo vivo de poco precio de las consagraciones oficiales”.

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