CRÓNICAS DE LA CIUDAD
Caracas en 1898: Calles y paseos
José Gil Fortoul (1861-1943) fue uno de los más importantes historiados de la Venezuela de finales del siglo XIX y principios del XX
Hacia 1898, de regreso de una de sus misiones diplomáticas, el historiador larense José Gil Fortoul colabora en diarios y revistas de Caracas, en los que narra la vida cotidiana en calles, plazas y paseos de la capital venezolana.
Se ha dicho de la Plaza Bolívar, que es un salón. Agregamos, para que el símil no parezca estrambótico: ̶ en las noches de retreta.
Allí se da cita en las noches del domingo y del jueves lo más culto y elegante de Caracas.
Allí hacen gala nuestras damas, de tocados y trajes parisienses, y atraen miradas y corazones con su airoso trapío. Allí se estrena la levita flamante, el sombrero de aterciopelados reflejos y la corbata subyugadora. Allí se conversa, Sobre todo, allí se pasea con placer. Con placer, porque el piso es bueno. No se corre allí el peligro de tropezar con una piedra suelta, o sumirse en un atolladero, o dar un paso en falso en un zanjón, como sucede, por desgracia, cuando usted se echa a andar por esas benditas calles de Caracas.
No hablamos en guasa, ni pertenecemos a la clase de los ‘inconformes’. Estos no hallan en la tierra nada bueno. A nosotros nos parece óptimo el paseo de la Plaza Bolívar. Pero las calles son pésimas y es preciso decirlo y gritarlo, a ver si se convierten pronto en calles de capital civilizada.
Ni damos palos de ciego. El ministro de Obras Públicas, es un caraqueño joven y amigo del progreso. Tiene que desear, por consiguiente, que la capital merezca su nombre y sea digna de su categoría. Sabemos también que no se cansa de arbitrar los medios de lograrlo, y emplea útilmente la parte del tesoro que a su Ministerio corresponde. Pero debemos observar que tal parte es insuficiente, y que, si vamos a seguir a pasitos como ahora, no tendremos calles transitables ni de aquí a diez años.
¿La crisis fiscal? Si, ya lo sabemos. La crisis fiscal se ve y se siente. Lo que no se ve es su solución. Y ya es tiempo de que los señores ministros nos digan cuándo la veremos.
Uno de nuestros colaboradores que sí es guasón, e interrumpe a cada instante su artículo para leer estas cuartillas, nos dice mordiéndose los bigotes: “La solución del problema de las calles no puede ser sino la consecuencia lógica de la solución del problema autonomista. Espere, compañero, y ya verá”. Dios lo oiga, porque si el proverbio no marra, vale más tarde que nunca.
Entre tanto, echemos a volar la fantasía, y preveamos el Caracas del porvenir. No bien baja usted de la Plaza Bolívar a la esquina de las Gradillas o sube a la de la Torre, se va hasta el Guaire o hasta la estación de Petare por calles bien adoquinadas, barridas y regadas.
Si va a pie, las aceras le invitan a caminar a paso rítmico, como lo exige el clima, sin preocuparse con tropezar en imprevistos estorbos. Se va usted atento a los ojos que fulguran detrás de las misteriosas celosías, y cuando no hay tales fulgores se apacienta usted mirando las fachadas. Ya no están barnizadas de chocolate ni mamey, ni se desconchan como aquellas de remotos tiempos que parecían enfermas de exótica erupción. Son blancas como las de Andalucía y Argelia, o sonríen (perdone usted el tropo) con el suavísimo primer verdor de las hojas primaverales.
Si es un carruaje, oye usted el golpear acompasado de las herraduras y siente girar veloces las ruedas de caucho sobre un suelo liso y duro. Ya los caballos no cojean sobre adoquines sueltos, ni van los carruajes dando tumbos.
La Plaza Bolívar de Caracas es el lugar de encuentro de venezolanos y extranjeros
Caracas es la metrópoli; la casa principal de la familia venezolana, y el salón de recibo de la casa
Interacción con la audiencia
Varios lectores se han apresurado a escribirnos acerca de nuestro artículo del sábado. Nos dicen que los caraqueños han visto con placer que “El Pregonero” tome tanto interés en el porvenir de la capital, y nos animan a insistir prometiéndonos una buena cosecha de aplausos. Gracias; insistiremos.
Pero nuestra correspondencia de ayer nos trae también otras cosas, que no son flores, y a las cuales debemos consagrar hoy unas cuartillas. Vamos por partes, y empecemos por las cosas menudas.
Dice un lector, que cuando mencionamos el Arco de la Federación, que adorna el paseo de la Independencia, lo hicimos de un modo ambiguo como si mostrásemos una punta de oreja goda. No hay tal, caro lector. En primer lugar, este humilde servidor suyo es un federalista convencido que ha escrito hasta un libro en favor de la práctica sincera del sistema federal: de suerte que la estocadita de usted ha “pasado”, como dicen los espadachines.
Además, el ser o no ser partidario de la federación no tiene nada que ver con la estética. Y de eso se trata. El Arco de la Federación nada adorna allí donde está, y es un ataque indirecto a la arquitectura y al buen gusto. Cuando se le contempla con ojos de artista, más parece monumento anunciador de ruina, que un arco triunfal; y si el paseo se convierte en lo que debe ser, en un lugar de recreo donde no se vean sino cosas bellas, no hay duda de que el arco se le mandará a pasear por otros sitios.
Como se mandará también a servir en otra parte al célebre viaducto, que no es vía, porque allí no pasa nadie ni nada, a no ser el viento de Catia.
Otro lector, o lectora (debe ser lectora y guapa por el papel perfumado que gasta, por la letra menudita y nerviosa, y por el estilo salado y donairoso) se preocupa por las fachadas de las casas y dice que, aun cuando los matices del chocolate y del mamey le gustan mucho, no peleará por ellos; pero que las fachadas blancas, como las de Andalucía y Argelia, resultarían aquí una atrocidad, porque serían reflectores de nuestro implacable sol, y deslumbrarían, y quedarían como ascuas.
¡Cara lectora! Así como tiene usted la amabilidad de no discutir sobre el barniz del color del mamey y chocolate, le abandonaremos el campo y le rendiremos parias a la defensa de las fachadas blancas. Sólo que, debemos recordarle a usted, que recomendamos también el “suavísimo primer verdor de las hojas primaverales”. Trátase de buscar un matiz que regocije los ojos, contente el buen gusto y no nos haga rabiar con esos desconchamientos horrorosos que hoy vemos a cada paso. Usted debe ser, sobre guapa y donairosa, mujer de fino gusto en el arte de armonizar colores y matices, supuesto que en tocados y vestidos más parecen las caraqueñas hermanas de las hijas del Sena que no nietecitas de las beldades del Guadalquivir. ¿Querrá usted revelarnos las letras de su nombre y las señas de su casa? Iríamos al punto de interviewarla (perdone el barbarismo) para dar debida solución a este dificilísimo problema.
El Arco de la Federación, cuando se le contempla con ojos de artista, más parece monumento anunciador de ruina, que un arco triunfal
Por último, un lector que debe ser viejo y economista, o viejo economista, nos objeta, que para transformar a Caracas del modo que dijimos se necesitan millones que debieran gastarse proporcionalmente en embellecer todas las ciudades de la República, queremos malgastarlos (así dice) en hacer de Caracas un París chico.
¿Qué se requieren millones? Ya sabríamos buscarlos donde los hay. ¿Qué sería malgastarlos? Eso no. Caracas es la metrópoli; como dijéramos la casa principal de la familia venezolana, y el salón de recibo de la casa. Bella, sería el lugar de delicias: grande y rica, motivo de orgullo de todos los venezolanos.
Además, señor economista, los dineros gastados en calles limpias, plazas hermosas, paseos deleitosos, hoteles confortables, obras de higiene y obras de arte, se los devolvería a usted Caracas multiplicados por mil y más. Los provincianos vendrían a gozar de su capital y los extranjeros llegarían a comprarnos con haces de billetes el aroma de nuestras flores, el encanto de nuestro clima y los rayos de nuestro sol. Y cuando regresasen éstos a sus tierras frías y oscuras, dirían a los amigos, que a pie del Ávila existe una ciudad culta y bella donde vale la pena gastar los cuartos y pasar los meses del invierno.
Afluirían turistas como, a Argel y al Cairo. También mercaderes, con telas y máquinas, inventos y artefactos. Vendrían artistas a buscar inspiraciones y a dejar obras hermosas. Correrían por esas calles el oro y el ingenio. Caracas sería un centro intelectual y mercantil.
Sería, en suma, capital civilizada, porque la civilización es eso: calles y paseos, plazas y hoteles, agua sin microbios, casas confortables, muchos árboles que den sombra, muchas flores que alegran los ojos y perfuman el aire, teatros espaciosos, avenidas en que hormigueen caballos y carruajes. . .
¿Qué todo ese rumbo será para los ricos solamente? No, ¡pardiez! Para los pobres también, los cuales más que los ricos necesitan parques umbríos para descansar de sus faenas y distracciones de balde para olvidar alguna vez sus infortunios y miserias.
En resolución, una capital se civiliza cuando emplea muchos dineros en embellecerse, y la belleza de una capital equivale a vida sana, agradable y fecunda.
Fuentes consultadas:
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Gil Fortoul, José. La Caracas de 1898. Revista Crónicas de Caracas. Caracas, enero-junio, 1961