CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Tren de “El Encanto”, Un viaje al pasado

La llegada del tren a Caño Amarillo causaba revuelo entre las personas que lo esperan en el descuidado anden de la estación

     “La llegada del tren a Caño Amarillo causa revuelo entre el centenar de personas que lo esperan en el descuidado anden de la estación. Es temprano. La mañana ha amanecido lluviosa, muy gris y muy fría. En el patio, esperando, se han formado grupos de muchachas que llevan pantalones rancheros. Una señorita antigua, también de pantalones, tocada de una graciosa gorra, rebulle, inquieta. Es, quizás, la más alegre del grupo. Y la más romántica.

     Fue ella la que promovió este paseo dominical, la que animó a sus amigas para ir de “picnic” a El Encanto. Ahora, jubilosa, se mueve de un lado a otro, como pasando revista a ese batallón de jóvenes que van a dejar transcurrir un día “diferente” en el parque mirandino, famoso, otrora, dizque por las aventuras amorosas vividas en los umbríos senderos o al pie de las ruidosas caídas de agua.

     Algunas llegan retrasadas para la hora de la cita.

     ¿Qué más da?, todavía no aparece el tren ni el taquillero, se despereza, remolón, aprovechando los últimos minutos de sueño, aprovechando la tradicional impuntualidad venezolana. Todas, cargadas de maletines y cajas, van preparadas para la excursión. Cerca, un joven solitario mira a hurtadillas las bien formadas caderas de una trigueña y piensa para sus adentros.

̶ Hombre, cualquiera diría que van para el desierto

     En el fondo, despectivo ̶ como bien solitario ̶ se mofa de esas precauciones. ¿Para qué esos preparativos y esa pesada carga de maletines? Él apenas lleva un traje de baño, una toalla y una caja de chicles que se echó al bolsillo para quitarse el tufo cuando regrese a su casa por la tarde. Lo demás, la comida y la bebida, lo comprará en El Encanto, parque recuperado para el turismo nacional por la agencia vegetal del Ministerio de Agricultura y Cría y por la visión comercial del Gran Ferrocarril de Venezuela. Ensimismado en este y otros pensamientos, hunde las manos frías en el pantalón y desprecia las humeantes tostadas que le ofrecen en el cafetín de la estación.

     De pronto, en el recodo de la línea férrea, aparece el tren. Lo reciben con gritos. Unos se entusiasman al ver, de lejos, los vagones color ladrillo.

̶ ¡Qué bonito!, es un tren nuevo. . .

Pero el solitario, sin abandonar su actitud displicente, dice con autoridad.

¡Qué va a ser nuevo! Es que pintaron los vagones viejos. 

     En la esquina, frente a la estación, tres borrachitos discuten sobre política ferrocarrilera y hablan del tren aéreo de Mr. Hasting.

En el tren que va a El Encanto hay pasajes de primera y de segunda. los vagones son iguales. Los de primera tienen asientos de esterilla

     En el tren que va a El Encanto hay pasajes de primera y de segunda. Los vagones son iguales. Los de primera tienen asientos de esterilla. Los de segunda de madera. Por dos bolívares más ̶ que es toda la diferencia ̶ una satisface la vanidad de viajar en primera. A las ocho en punto, después de dos pitazos, sale el tren. Es una salida violenta. El tren pasa por El Guarataro. Desde la ventanilla se ven patios de casa de vecindad, balcones donde se asoma curiosa una pálida mujer con un niño en brazos.

     El tren es todavía un espectáculo maravilloso para esta Caracas moderna que amanece, pobre y soñolienta, hacinada en estos como miserables conventillos, soñando en las carreras del “5 y 6”. La estación de Palo Grande. Los viajeros del lado derecho se levantan para mirar por las ventanillas de la izquierda. Los de la izquierda tratan de mirar por las ventanillas opuestas. Nadie, se nota, está conforme con su paisaje.

     Cruza el tren por los pasos a nivel con la alegre carga de los vagones.

     Las personas que observan en los automóviles detenidos en la carretera parecen tener envidia. ¡El tren, el tren! La velocidad que desarrolla la locomotora es alarmante. Corre a razón de veinte kilómettros por hora a través de labrantios, por un terreno plano, pero siempre hacia los cerros remotos. A ratos, cuando toma una curva inclinada, se piensa en un descarrilamiento.

Una señora que reza entredientes, mirmura:
̶ Menos mal que vamos en los primeros vagones. Los últimos son los que se “volcan”.

Su hija, con aires de bachileram, le corrige:
̶ Se vuelcan, mamá. . .

̶ Bueno, niña, como sea, pero lo cierto es que una vez. . .

     Y cuenta un episodio de su juventud. Nadie escucha. Cerca, una pareja de enamorados, abstraídos, se miran a los ojos, olvidados de este pequeño mundo que se mueve en el vagón.

     Ya los oídos se han acostumbrado al monótono ruido de la máquina. La garúa se ha convertirdo en una lluvia fuerte que obliga a cerrar los vidrios. Alguien canturrea en el fondo. ¿Y la señorita antigua? ¿Qué se ha hecho a todas estas?

La buscan por todo el vagón sin encontrarla.

̶ Es que viene en segunda ̶ dice alguien.

     En Los Teques se detiene el tren. El Encanto dista apenas 12 kilómetros. ¿Por qué la parada entonces? Los viajeros desprevenidos no le dan importancia. Bajan porque todo el mundo baja. En un cafetín cercano se apiñan al mostrador para pedir café o refrescos. El solitario, lejos del grupo, sonríe cuando ve que uno de los viajeros compra una lata de galletas, unos chocolates y una botella de brandy. No está lejos El Encanto. ¿Para qué estas provisiones? La sonrisa de indulgencia se acentúa al regresar al tren, que pronto reanuda la marcha.
Ahora la velocidad es mucho menos alarmante. Corre a diez kilómetros por hora y parece que va a detenerse a cada momento.

De la estación de Los Teques a la estación de El Encanto apenas hay 12 kilómetros

     El Encanto es un paisaje melancólico. La lluvia es pertinaz cuando el tren llega a la estación. Los viajeros comienzan a preocuparse. ¿Dónde van a guarecerse? Hay, por fortuna, unos canayes y en ellos se refugian. El paseo apenas comienza pero todos están arrepentidos. Quieren regresar a los vagones: piensan en elevar una solicitud colectiva para retornar de inmediato.

     El tren, sin embargo, ha desaparecido misteriosamente. Allí está un centenar de personas abandonadas a su suerte. Mientras escampa, la gente abre los maletines y se entretiene comiendo galletas, sandwichs.

     El solitario busca el cafetín de la estación. Pero no hay cafetín ni nada que se le parezca.

̶ ¿No se puede comprar nada? ̶ pregunta, ansioso, recordando las tostadas de Caño Amarillo y las botellas que vio en la bodega, en Los Teques.

Un soñoliento empleado del ferrocarril, le contesta, con desgano.

̶ Por ahí est á un hombre que vende café y ternera. . .

̶ ¿No se podrá conseguir una botella de brandy?

El empleado bosteza.

̶ ¿Brandy? No juegue. Aquí como no le caiga de cielo, no se consigue ni agua.

     Es cierto. En El Encanto solo se consigue “naturaleza”. Y naturaleza inclemente. El hombre de la ternera aviva las brasas de un rudimentario fogón. Remueve en una lata sucia un poco de carne, llena de grasa. En una olla calienta café. ¿Café? Es un agua oscura, sucia. Saca la greca y la golpea contra una piedra. Luego vuelve a introducirla en la olla ante la mirada indiferente de las personas que lo rodean.

     Antes, los primeros domingos ̶ va contando, mientras la carne se chamusca en el fogón ̶ esto estaba muy animado. Venían hasta veinte vagones. Después, ha ido decayendo. Y es que el que viene no regresa. Es una lástima porque el paseo es bonito.

El solitario lo mira de reojo.

̶ ¿Llueve siempre por aquí? ̶ pregunta por preguntar algo.

̶ Hasta las once y media, después sale el sol. . .

A las once y media, efectivamente, sale el sol. Un sol triste, húmedo. Los viajeros se deciden a bajar al parque por una pendiente resbalosa llena de barro. De trecho en trecho se leen algunos carteles.

“Diviértase sanamente y evite las sanciones policiales”. “Cuide este parque que que es suyo”.

El Encanto es un paisaje melancólico
El Encanto es un paisaje melancólico
Desde la estación de Palo Grande se puede observar El Guarataro, con sus numerosas casas de vencidad
Desde la estación de Palo Grande se puede observar El Guarataro, con sus numerosas casas de vencidad

     Esto último no pasa de ser una ironía porque el parque es propiedad de la compañía únicamente. Tan egoísta es que solo se puede llegar a él en un ferrocarril. En el Gran Ferrocarril de Venezuela.

     Abajo, hay un pozo de aguas turbias. Alrededor, unas mesas rústicas, unos bancos. Más allá, un caney, con techo de zinc y unos cuartos pequeños para divertirse.

     Mientras algunas animosas muchachas se bañan, otras juegan a la orilla con un balón.

Un delgado joven imberbe trota por un sendero e invita para una pequeña excursión botánica.

̶ Tengan cuidado, niñas que el camino está que es un horror.

̶ Advierte a las jóvenes que le siguen y que no pueden contener la risa.

     En las mesas, las personas de edad, improvisan el almuerzo. En la caravana ha venido un señor muy serio, muy cuidadoso. Le acompañan su señora y sus hijos. Escoge la mejor mesa y comienza sus preparativos. Despliega un mantel de hule a cuadros, pone los cubiertos y abre las viandas.

̶ Macarrones, arroz, pollo. . .

     El solitario, que ha tenido que conformarse con unas naranjas, mira de soslayo y con envidia cuando le ve servir dos whiskey.

̶ ¿Macarrones y hule a cuadros?  ̶  rumia con rencor. Eso es pavoso. Seguro que vuelve a llover.

     Y como si fuese obra de brujería, llueve copiosamente. Hay desbandada general. Por las pendientes bajan con precipitación los grupos que habían ido a recoger matas. Una retrasada pareja de enamorados que no tuvo tiempo de llegar hasta el caney se cobija, las manos entrelazadas, bajo unos árboles mientras la lluvia los empapa completamente.

     Todos piensan en el regreso. Todos menos el solitario que ha entablado amistad con el señor de la botella de whiskey para procurarse un trago.

     El ascenso es penoso por las cuestas resbaladizas. Cerca de la estación, se forman otra vez los grupos. Unos comen, otros juegan. El incansable joven revela ahora sus conocimientos sobre mecánica e invita a subir a una pequeña casa para ver el paisaje. Desde el minarete, através de la bruma, se atisba el paisaje melancólico delos cerros.

     A lo lejos como una cuerda tendida en el vacío se divisa un viaducto. Más allá, casi perdida en la espesura, blanquea la finca de Julio Martínez.

     Por la vía que va hacia Valencia se alejan algunos jóvenes. Como tardan, una preocupada señora, sale a buscarlos, caminando con agilidad increíble a sus años entre guijarros y traviesas. Al encontrarlos reconviene.

     ̶ Muy bonito que lo han hecho. . .

Es hora del regreso. El tren pita dos veces. Otra vez cruza campos y cerros con lentitud. Todos parecen cotentos. Una botella de brandy pasa de mano en mano. Se improvisa un baile en uno de los vagones. El tren deja atrás Los Teques.

̶ ¿Cómo? ¿Ya vamos a llegar?  ̶ pregunta la joven enamorada mientras la mirada desvaída se pierde en la tristeza de la tarde.

La máquina se acerca a Caracas al anochecer.

En las casas de vecindad, las luces, mortecinas, no ocultan sin embargo el drama de la miseria.

El solitario deciende del tren en Caño Amarillo, casi innadvertido entre los apresurados viajeros. En el cafetín pide una cerveza.

̶ El Encanto   ̶ dice al botiquinero con desdén ̶  Es lo más aburrido del mundo.

Cerca, más abtraídos que nunca, los enamorados lo miran y sonríen con lástima”.

Fuentes consultadas:

  • Pacheco Soublette, Federico. Tren de El Encanto. En: La Esfera. Caracas, 10 de febrero de 1953; pág. 10

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