CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Cementerio Los Hijos de Dios

Por Raúl Carrasquel y Valverde.
Caracas, mayo de 1920

     Los abuelos sepultaron a sus abuelos a los mismos pies del abuelo Ávila. El histórico, romántico y ruinoso Cementerio de los Hijos de Dios es la única tristeza del monte patricio de inmortal primavera y lozanía exuberante.

     Los Hijos de Dios, dicen que son “tus hijos” y, en verdad, tan solo son tus siervos, los pacientes de su supremo e ineludible poder. . . Y por eso y porque dispones a tu arbitrio de nuestros mezquinos alentares por todo premio y por todo descanso nos das el reposo y el galardón del osario, misterioso de silencio como una boca muda.

     Caracas es risueña, mocerilmente alegre y no la amedrenta el tener a norte y sur dos cementerios, y es que, mozuela de este siglo positivista, sabe bien que está garantizada la muerte, más nadie ni nada le responde la vida para el día siguiente. . .

     Por paradoja, macabro contraste, mucho de la belleza emotiva y sugerente de Santiago de León reside en este abandonado, silente y soleado Cementerio de los Hijos de Dios; hay tal mutismo luminoso  y tal ventolera montañesa en sus tres ruinosos patios, que se diafanizan más graves y quejumbrosos oscilan los saucedales, como antañones y telarañosos puñales que pretendieran arañar la comba mentida del cielo, nítidamente azulino, en ratos jaspeado de nubecillas blancas, blanquísimas.

     Mañanitas tórridas, horas mañaneras que enfiestáis el recinto olvidado vuestro es el milagro de los gorjeos vibrantes y de las hierbecillas humedecidas que acarician  a las carcomidas lozas que rezan los nombres de próceres, de mujeres que fueron elegancia y pasión de su tiempo, y de los que pasaron sin dejarnos nada, sin modelar sus vidas, sin grabar sus nombres. Para todas las bóvedas el mismo sol, que fuera él la deidad primera que alumbrara el mundo y calentara a los varones y a las varonas.

     El Ávila, detrás, impone respetuosidad y pide al visitante reverencia a la soberbia de sus moles agrestes, empenachadas de armiño. Y el cementerio de antaño, el osario de la nobleza mestiza y de los adalides emancipadores está lleno de una unción dilatada, de un murmurar de letanías y de trémolos rogares en la fe de las preces. 

     Los fuertes paredones, anaqueles de la vida, archivos de la muerte, llenos de bóvedas semicirculares; las tumbas irregularmente alineadas; aquí y acullá, cabriolas del tiempo, mausoleos afeados y en desequilibrio; cruces metálicas tomadas de orín, cruces de maderas podridas, cruces ineficaces que ya ni piden perdón ni señalan un nombre. Por las tapias mohosas se tienden a bañarse de sol churriguerescas lagartijas, “matos” y otros reptiles menores que medran en los edificios ruinosos, solitarios y soleados. Los pajarillos excursionan al exterior del Cementerio regresando gárrulos, traviesos, en musical algarabía.

     Dejemos transcurrir el tedio abominable del mediodía, y volvamos a los Hijos de Dios con la indolencia del atardecer. Hemos caminado extenso recorrido y para solaz de las pupilas y vencimiento del cansancio, oteamos el vastísimo panorama, los muchos panoramas del calle de Santiago.

El Cementerio Hijos de Dios fue diseñado y construido por el Ingeniero Olegario Meneses, en 1856

     Cúpulas esmaltadas de ocaso, torres católicas platicando con las lenguas vocingleras de sus campanas; terrazas, azoteas, techumbres de pizarra, campanarios que echan de sus ventanales a las miríadas de golondrinas; chimeneas fabriles, para-rayos, y las heráldicas melenas de magníficos chaguaramos y los mil brazos agresivos y contorsionados de las araucarias; la tumultuosa confusión de manchas grises, rojos de tejados, blancos de fachadas y verdes dominantes de vegetación, acogotados se columbran por la concavidad zafiro, donde dicen habita el Padre Nuestro, padre y Dios de estos Hijos. . . 

     Noche; hemos visitado el avilense Camposanto una propicia noche de plenilunio, en la que “la luna plateaba lo negro de un pino”; el silencio palpitaba sordamente en el vientre de la obscuridad; la Hécate de los nocturnos, era esferalmente bella y sin embargo no había en los contornos tétricos de la ruinosa Necrópolis un solo perro, más o menos famélico que ladrase madrigalescamente, cual suelen hacerlo poetillas de arrabal. Las sombras de los que íbamos se alargaban, se alargaban, se alargaban, como en los saudosos versos del gran Asunción Silva.

     Los tres cuerpos del Cementerio de los Hijos de Dios aparecieron en bloque más negros que la obscuridad; la luna plena daba con sus destellos en un sauce vecino a la entrada principal y le prestaba así un aspecto de espía o avanzada. Entramos, rechinaron lastimeramente los goznes del antiquísimo portal, y a nuestros pasos indecisos huía el silencio y se refugiaba en los rincones del recinto, abroquelados de zarzas y malezas; acortamos el tono de voz y hablando kempianas tonterías no olvidábamos el rondar de la luna que se cernía lívida y agorera como una bruja.

     El artista moscovita, el exotizante pintor Nicolás Ferdinandov, ejecutaba en el portátil armónium, dolidas sonatas salpicando la noche y el sitio y las almas de excelsas gotas de emociones, y todos estaban transfigurados por sortilegio de los salmos armónicos y de la soledad. Y todos se espiritualizaban, y el espíritu les saltaba a los ojos asombrados. Y eran todo espíritu!

     ¡Cementerio de los Hijos de Dios enclavado en los propios cimientos del Ávila; colocado el septentrión de la ciudad como para recordarnos que de continuo tenemos gravitando sobre nuestras cabezas a la Muerte, porque eres un florón de poesía, misterios y leyenda, venero y amo tus ruinas!

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