POR AQUÍ PASARON

Un profesor de geografía de visita en Caracas

     Al amparo de la Sociedad Geográfica de Hamburgo, Wilhelm Sievers viajó y exploró el territorio venezolano durante los años de 1884 y 1885. Una segunda visita la realizó durante 1892 cuando pasó diez meses en Venezuela. Como resultado de lo registrado en sus apuntes se editaron, en Hamburgo, dos obras, a saber: Venezuela (1888) y Segundo viaje a Venezuela (1896). En la obra La mirada del otro preparada por los historiadores Elías Pino y Pedro Calzadilla, se dice que el autor, quien fue profesor de geografía en la universidad de Giessen, hizo pública su oposición al bloqueo a las costas venezolanas, durante el año de 1902, de la que Alemania fue uno de sus artífices. 

     Una disposición muy frecuente entre viajeros, visitantes y exploradores de territorios distintos a su lugar de origen resulta de la comparación de lo observado con sus propios hábitos, costumbres y experiencia vital. En el texto titulado Venezuela reseñó un aspecto que llamó su atención y fue el hecho que se denominara “peón” a los trabajadores en esta comarca, en cambio, para el caso de su experiencia entre los alemanes se prefería el uso de “señor” o “mi asistente”. De igual modo, mostró su incomodidad al momento cuando quiso lustrar sus botas y no encontrar un limpiabotas, por tal razón debió hacerlo él mismo.

     En cuanto a la indumentaria y su uso en algunos lugares de Venezuela indicó que entre la “clase acomodada” era usual el corte y estilo europeo. También, el uso de colores oscuros era más utilizado en zonas montañosas, mientras el blanco era usual en las zonas bajas. Del uso del sombrero contó que estaba muy generalizado, tanto así que era frecuente ver niños desnudos sin el infaltable tricornio. Contó que, en cierta ocasión, observó quinceañeros “ya en edad casamentera”, hembras y varones, despojados de ropa, lo que lo indujo a expresar: “de aversión a la ropa, o si se quiere, de economía materna”. En este sentido, agregó que, al contrario de este comportamiento, generalizado en algunos lugares de Venezuela, las niñas menores de seis años y los varones menores de doce iban ataviados con un vestido o una camisa. En cuanto a los hombres sólo “suelen despojarse de sus ropas durante el paso de un río”. En cambio, las mujeres usaban vestidos que les cubrían gran parte de su cuerpo y se cuidaban de no mostrar el cuello o la parte superior de los senos, “ejemplo este que deberían seguir las habitantes del estado colombiano de Magdalena”.

Al arribar a Maiquetía, Kennedy fue recibido por su anfitrión, el presidente Rómulo Betancourt

     Llamó su atención el respeto de los venezolanos hacia los curas, aunque también señaló que no atesoraban grandes fortunas y “muchos curas están llenos de hijos naturales”. Sin embargo, el pueblo no daba mucha importancia a estos aspectos de la vida íntima de quienes profesaban las enseñanzas bíblicas. Es necesario destacar que el viajero o explorador escribía para una tercera persona, en la que media su personal visión de las cosas y otro que se muestra como objeto de observación. Lo redactado y que llegaba al taller de imprenta resultaba ser lo que se consideraba lleno de exotismo y curiosidad, además que con su difusión aparecía la creencia de una afirmación de lo que se creyó, durante un tiempo, expresión natural y orgánica del pueblo, en especial, a lo largo del 1800.

     Los opíparos desayunos que vio servir en Caracas y otros lugares de Venezuela lo llevó a concluir que parecían almuerzos, de acuerdo con la costumbre y experiencia alemana. Describió que se desayunaba a las once, o entre once y doce. La costumbre de los sectores más adinerados se presentaba con “grandes cantidades de comida”. Se comenzaba con el “inevitable caldo” y la carne hervida a la que se agregaba un gran plato cargado de vegetales. Se había enterado que estos deberían ser nueve, entre tubérculos y frutos distintos, en especial, en la comida correspondiente a la hora señalada, entre los más conocidos mencionó el plátano, la yuca, el ñame, el apio, el tomate, la papa y la mazorca de maíz. Entre los más pobres de la sociedad esta lista se reducía al plátano, la yuca y, en algunos casos, la papa. Le seguía a este plato la carne servida con arroz, huevos y plátano frito en tajadas que es “lo más hermoso que encontré en Venezuela en lo que se refiere a alimentos, fritos en azúcar y mantequilla”. Al final se servía una torta, dulces o frutas de todo tipo, en especial los “delicados” cambures, mangos, melones, piñas y lechosas. Respecto al almuerzo se ofrecía entre las cuatro o cinco de la tarde. Los componentes eran los mismos del desayuno sin sopa ni frutas. Estas últimas no se servían en esta comida para eludir malestares estomacales.

     En cuanto a la ingesta de alimentos y el modo de ser servido en lo que llamó “casas particulares” no mostró mayor simpatía, más bien cierta repulsión. Escribió que la dueña de la casa le hacía entrega del plato al invitado y éste lo debía colocar en el puesto de la “ama en señal de que ella es la persona más digna de la mesa”, o más bien, la demostración de que ella asumía el servicio de la comida, “cosa que es considerada aún más fina y delicada que la primera”. A este respecto indicó que tal costumbre no podía ser considerada con simpatía, “ya que ceremonias tan grandilocuentes sólo humillan más al viajero cansado y maltratado por el sol, el polvo y la lluvia”. 

     Destacó que el venezolano mostraba de manera pronunciada “cualidades nacionales del español”. Así, describió el fundamento del carácter serio, junto con la vivacidad, y, en la esfera política, la inestabilidad, la inclinación hacia la desmembración en “cantidades de fracciones aisladas, opuestas unas a otras”. Sin embargo, no dejó de añadir un “rasgo destacado”, la hospitalidad que, para él, serían insuficientes las palabras de halago, “sin negar algunas tristes excepciones en ese aspecto”.

     Otro asunto que no dejó de ser aludido por parte de la mayoría de los viajeros fue la necesidad de los individuos por tener relaciones estrechas con el Estado, y que los razonamientos de Sievers al respecto parecen reiterados y una constante social. Al hacer alusión de la gran cantidad de médicos y abogados que vio en esta comarca concluyó que era consecuencia del “deseo general de pasar de un cargo menor a altos especialmente si son del Estado”. Anotó que este tipo de rotación era comprensible, no así una gran cantidad de profesionales sin demanda de sus servicios. Ello llevaría a muchos médicos y abogados a grandes insatisfacciones por los escasos ingresos que percibían y perjudicaba un funcionamiento sano del Estado, concluyó.

     Anotó que, en Caracas, y lugares que él visitó de Venezuela, contaban con una variedad de pulperías. Lugares donde la población masculina las visitaban en sus horas libres. Dijo que ellas eran “tabernas situadas en los caminos o cerca de ellos; en las ciudades hay más de una en cada calle”. En ellas se abastecían los lugareños de productos para su subsistencia como: queso, azúcar, guarapo, anisado, aguardiente, pan, frutas y nada de carne. Según su percepción, la gran cantidad de pulperías favorecían el alcoholismo, “nada extraño en Venezuela”. Con un dejo de preocupación señaló que, no sólo la “clase baja” porque había integrantes de la “clase alta”, caían con frecuencia en este flagelo. Escribió que una forma de combatir el consumo de brandy o aguardiente se pudiera lograr con la “humilde cerveza”, por ser ligera, sentaba bien y era barata su elaboración. Otro de los vicios que llamaron su atención eran las apuestas en las peleas de gallo y en “un correcto juego de azar”, como el juego de naipes, muy generalizado entre la “clase baja”.

     Sin embargo, llamó la atención al decir que en Venezuela no predominaban más vicios que en otros países. Los atracos y robos eran poco frecuentes. Lo que si no le pareció digno de alabanza fueron las penas aplicadas frente a crímenes que merecían la pena de muerte. Le pareció insuficiente una pena máxima de diez años para quienes habían cometido un asesinato, asunto que lo llevó a concluir que la justicia era muy indulgente. Del ejército expresó que no resultaba una agrupación para crear seguridad interna. No sólo por el escaso número de efectivos sino por depender más del gobierno regional que del nacional. 

     Ante el flagelo de la lepra y la sífilis, cuya generalización en Caracas y Valencia le llamó la atención en todas las capas de la población, recomendó, a los alemanes residentes en el país, casarse pronto como su posición se lo permitiera o, como era usual en esta comarca, buscar una “querida” que como toda mujer venezolana le guardará fidelidad, “aunque dicha relación sea considerada como inmoral”, pero se alejaría de una posible promiscuidad y la infección inevitable. En cuanto a la actitud pecaminosa de la mujer venezolana, o sudamericana, se distanció de lo que otros viajeros habían censurado severamente. En este sentido, advirtió que relaciones extramaritales como la figura de la “querida” no era excepcional en este lado del mundo, solo había que proceder con imparcialidad. Además, muchos poblados se encontraban alejados de las parroquias eclesiásticas a lo que se unía los altos costos de las ceremonias matrimoniales, lo que permitía establecer relaciones extramaritales y las no bendecidas por la santa iglesia.

     Su estadía en Caracas coincidió con las exequias de Antonio Leocadio Guzmán, el 13 de noviembre de 1884. Recordó que, al ser el padre del presidente de la República, Antonio Guzmán Blanco, revistió gran interés para él y, además, mostró una faceta de la vida de Venezuela que no se veía con frecuencia, en consecuencia, era importante hacer una descripción de ella. Dos días después del fallecimiento, el cadáver fue embalsamado y expuesto en la capilla del Palacio Federal para que el pueblo le diera el último adiós. Acá permaneció durante tres días. La ciudad de Caracas guardó un duelo oficial de ocho días. La universidad cerró durante diez días, las escuelas públicas cerraron y las privadas continuaron con sus actividades habituales. Ante las vacaciones inesperadas escuchó decir a varios estudiantes de la universidad: “ojalá que muera todos los días un prócer”. Por su descripción, toda la sociedad caraqueña se volcó a participar en el acto en el que no estuvo presente el presidente de la república por estar de viaje. 

     Otro de los aspectos que no dejó de destacar fue el de la supuesta belleza de las mujeres criollas, porque escribió haber sentido decepción en este orden. Expresó que en Caracas había presenciado algunos cuerpos atractivos en que lo más resaltante era el ritmo y movimiento inusuales que exhibían. Aunque se mostró atraído por sus rasgos faciales bien proporcionados, sus ojos negros y cabellos espléndidos. La comparó con las de Mérida y La Grita, “un tipo de mujer que a mí personalmente me gustó más”. La atracción fue porque al contrario de la voluptuosidad de la criolla española caraqueña, entre aquéllas predominaban las “figuras torneadas dulcemente, con caras más alemanas, mejillas rosadas, piel de blancura deslumbrante, formas graciosas pero de pelo negro y ojos negros”. Aseguró que estas pobladoras de las montañas “me gustaron bastante”. 

     En este sentido, narró que rara vez observó entre las clases más pobres belleza alguna, quizá sí, una “figura moderadamente atractiva”. Explicó que, era perturbador “el sucio adherido al cuerpo de los de baja clase”. Por un lado, el cigarro en la boca y, por otro, “los rasgos desfigurados por las frecuentes prácticas sexuales a temprana edad y el exceso de trabajo, envejecidos y sin frescura”. Concluyó que todas las mujeres que ejercían el oficio de criadas o trabajadoras en haciendas, hijas de la clase pobre, eran poco o nada hermosas “en relación con los jóvenes entre los cuales encontramos, de vez en cuando, figuras sobresalientemente hermosas y a la vez viriles”.

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